Escribo esto desde la Feria del Libro de Calcuta, en la que España es país invitado. Calcuta responde al arquetípico concepto de ciudad: urbanismo levantado por un humano mineral, pentagrama de cables de red eléctrica, contaminación sonora, laberintos de hormigón, polución y vacas que yacen en aceras por hambre, no por pereza, es decir, lo opuesto a la romantización new age que la mirada exótica –típicamente colonial occidental– acostumbra a verter sobre la India.

Pero esta fantasía exótica, propia de las industrias del comercio de lo espiritual, no podría existir sin esa otra vida hormigonada que la sostiene. Es como cuando viajas, que, secretamente, siempre alguien que no eres tú lleva el peso de pequeños pero importantes asuntos, y sin cuya dedicación y precauciones no podría brotar el homo ludens que llevas dentro.

Con los libros ocurre lo mismo. Postulo que toda gran obra está sustentada por otra cosa que en apariencia nada tiene que ver con la obra, trama subterránea sin la cual la narración visible no sería comprendida. Por poner casos llamativos: El capital, de Marx, en realidad es un tratado de termodinámica de su época; si donde aparece la palabra trabajo, a veces la dejas tal como está pero otras veces la sustituyes por energía o por calor, emerge un verdadero y paralelo estudio de máquinas físico-matemáticas. O qué duda cabe que Moby Dick nada tiene que ver con la obsesiva caza de una ballena sino con un tratado de teología luterana del siglo XIX.

Toda gran obra está sustentada por otra cosa que en apariencia nada tiene que ver con la obra, trama subterránea sin la cual la narración visible no sería comprendida

Y qué decir de esa sesuda exploración de filosofía postestructuralista que es Mil mesetas, de Deleuze y Guattari, que con sus pájaros de colores y sus lobos, con sus insectos y sus territorializaciones y desterritorializaciones, en realidad es un tratado de zoología salvaje y urbana. O el paradigmático caso de La Biblia: cualquier humano totalmente ajeno al orbe judeocristiano diría que se trata de un prontuario de cómo hacer comunales banquetes y cenas con cualquier cosa que se tenga a mano, espíritus incluidos.

También está el asunto de los contextos, que todo lo trastocan al punto de convertirse en verdaderos arquitectos del sentido. Un extraterrestre que nada supiera de música y escuchara la magnífica versión que Paco Ibáñez hace del poema “Me lo decía mi abuelito”, de J. A. Goytisolo, pensaría que se trata de un himno neoliberal, y, por el contrario, si a ese mismo extraterrestre le hiciéramos escuchar la no menos celebrada canción “Perdido en mi habitación”, de Mecano, que es un retrato sociológico del joven liberal opulentamente aburrido, lo interpretaría como un hit de la clase trabajadora obligada a permanecer en paro.

La narrativa occidental se fundamenta en dos modelos contrapuestos, a saber, el bíblico y el helénico. El primero apela directamente a las emociones: no da detalles históricos de lo narrado, y si los da son inventados porque lo que le interesa es señalar con el dedo al lector, hacerlo partícipe de una pulsión, involucrarlo moralmente de tal modo que quien se enfrente a sus páginas se vea obligado a completarlas con experiencias propias. Por el contrario, la narrativa helénica –incluso cuando aborda mitos–, aspira a la Historia; todo es narrado con la distancia del observador externo, que explica y cataloga.

No es de extrañar, pues, que pueda decirse que La Biblia es el primer texto de eso que hoy llamamos autoayuda, y que lo escrito por Homero o Herodoto sea lo más parecido a lo que hoy llamamos “ensayo” y, en último extremo, ciencia. Todo cuanto leemos y escribimos es la combinación de esas dos grandes categorías literarias, y toda narración, en efecto, es un cuerpo que posee un segundo cuerpo fantasma, no visible, que la explica y sostiene.

Agustín Fernández Mallo es poeta, físico y narrador. Su último libro es 'La forma de la multitud', I Premio de Ensayo Eugenio Trías (Galaxia Gutenberg).