La adjetivación, brillante. La metáfora, discreta. La escritura, descarnada. Vulgar el deseo. El amor, lejano. El temblor, inexistente. El temor, distante de la muerte, de esa muerte que algunos poetas no quieren nombrar porque el placer de morir no nos vuelva a dar la vida. He leído con atención el libro de Alejandra Martínez de Miguel.

Cada día me interesa más la poesía joven española, a pesar de mi anclaje en Juan de la Cruz y Pablo Neruda, a pesar de que se mueve lejos de la noche amable más que la alborada, de la noche que juntó amado con amada, amada en el amado trasformada.

Alejandra Martínez de Miguel no escribe sobre el amor sino sobre el deseo y seguramente refleja el sentimiento que zarandea a una parte de la nueva generación asaltada por las imágenes abrumadoras del cine y la televisión, dominada por la inteligencia artificial, pero que no es vulgar ni desdeñable. Vale la pena leer su poemario Revelaciones (Visor), herido de cuerpos y de pieles, de desnudos y melancolías.

La poeta quiere que el amado enloquezca por ella y que se hechice, como en Dickinson, la escritora que se actualizó para durar por lo menos la eternidad. No escribe, llora con el llanto desarraigado como si fuera un ave lejana y sola.

Ella es a veces el escudo, siempre el océano. Tiene recuerdos de lagos y de brujas, de hadas y serpientes. Anhela ser contemplada por el amado inmóvil y que le acaricien el nacimiento del pelo. Cuando él anuncia que se va, llora para que se quede. No puede vivir sin su piel, sin el amor de su cuerpo.

Vale la pena leer el poemario de esta joven autora, herido de cuerpos y de pieles, de desnudos y melancolías.

Ausente el amado, se expresa con claridad: “o escribo o enloquezco”. Y poetiza sin ráfagas de Pablo Neruda ni de Rafael Alberti ni del sentimiento de Machado o de Juan Ramón, sin palabras de Federico. Es otra generación, que apenas conoce a Rubén, no digamos a Juan de la Cruz.

A la poeta le pesará ser una flor delicada y que el amado permanezca enamorado de una loca. Le pide que cancele su agenda, que se arranque los ojos. Anhela estar con él, sumergida en su contacto. No se olvida que la escritura es el lugar de lo posible y, desde ella, le exige: “Dime que soy el amor de tu vida”. Y que se ponga enfermo para poder cuidarle. Sueña entonces que le raptan y eso significa que sabía lo que era el amor. Se trata de un verso de Louise Glück, escritora alerta, pero estadounidense la pobrecilla, y para colmo Premio Nobel de Literatura.

A Alejandra Martínez de Miguel le trae todo sin cuidado y sumerge entonces sus versos en el deseo y en la carne desnuda y erizada. De repente, la poeta escribe un verso definitivo: “Desde su llegada... todo son revelaciones”. Grana entonces su aliento poético y su escritura llega hasta el fondo del lector e ilumina su alma, tal vez la incendia.

Cita entonces a Svetlana Cârstean, la poeta rumana de todas las inteligencias, autora de Sînt alta, periodista, por cierto. Su maravillosa fuerza era un río de leones y, como en Federico, su dibujada prudencia se esculpía igual que un torso de mármol.

Como nunca hay que dar por hecho lo que se ama, Alejandra Martínez de Miguel retorna a lo que más desea. Se agarra entonces al enamorado como a la vida y escribe este libro Revelaciones, que es un regalo para el buen gusto literario y que se lee con emoción e inquieto asombro.

Vicente Aleixandre hubiera calificado los versos de esta poeta singular, de espadas como labios. Y Rubén Darío se quedaría desconcertado al comprobar que hay gentes extrañas que saben adónde vamos y de dónde venimos.