Ferozmente independiente, agresivamente libre, Juan Manuel de Prada se ha instalado en la cumbre de la vida literaria española, al margen de los circuitos de la izquierda, también de la derecha. Nadie ha podido con él.

Antes que nada es un escritor que maneja el idioma entre el vértigo y la llama, la adjetivación ofidia, certera la metáfora, la construcción sintáctica sin frenos para que retoce en la libertad.

La imaginación de Juan Manuel de Prada desborda genialidad y su olfato literario es el del sabueso que persigue los olores cautivos. Prada, como Cansinos Assens, lo escudriña todo en busca de los despojos y las cenizas.

Carga ya sobre sus espaldas, todavía jóvenes, un copioso equipaje de novelas y ensayos, de libros escritos con el alma desnuda, magullada la palabra, estrujado el lenguaje, estampa viva del zigurat arrepentido, aunque siempre le queda el sol entre las bardas.

Juan Manuel de Prada ha encontrado un escenario insólito para la imaginación: el París ocupado por los nazis. A aquella sociedad estremecida le dedicó un millar de páginas en un primer libro al que no le sobra una coma. Regresa ahora al escenario de los mil ojos que esconde la noche. Cárcel de tinieblas, asegura.

Hitler pasea su altivez por las calles de la ciudad de la luz. Y recibe dos telegramas de relieve, uno del caudillo Franco, que le traslada “mi entusiasmo y el de mi pueblo que observa con profunda emoción el glorioso curso de una lucha que ellos consideran propia”.

El otro telegrama es de Stalin, el tirano ruso, refugiado en aquel pacto germano soviético que hoy anega de vergüenza a los comunistas: “Con emoción profunda –dice el genuflexo dictador de todas las Rusias– felicito al Führer por su victoria sobre la Francia capitalista”.

Se queda Prada con la vida literaria, con la hoguera cotidiana de los celos, las envidias, los despojos, las pasiones de siempre, el amor…

Pero Juan Manuel de Prada solo roza el destino histórico. Se queda con la vida literaria, con la hoguera cotidiana de los celos, las envidias, los despojos, las pasiones de siempre, el amor… Y habla de un jovencísimo Albert Camus que despierta en María Casares “el instinto de conquista”.

De Gregorio Marañón, rendido a los éxitos de Franco, pero lúcido y liberal. De Jean-Paul Sartre, que vive con estupor el pasaje indescriptible del comunismo aliado de los nazis. De Pablo Picasso, protagonista de varios insólitos relatos, calificado por Prada en varias ocasiones de “pintamonas”, porque el autor escribe lo que piensa y no ha entendido la significación del mayor artista del siglo XX.

De César González Ruano, Ruanito de todas las altiveces, de todas las maledicencias, que conversa con Mariano Daranas, el Daranita menor y acomplejado. De Dora Maar y Françoise Gilot, brujuleantes en torno a Picasso. De Ana Pombo a la que Juan Manuel de Prada ama a través de Fernando Navales.

Del embajador Lequerica, dispuesto a todas las traiciones que le permitan regresar a España y convertirse en ministro del dictador. De Bernardo Rolland, que seguramente se regocijó cuando llegó la noticia de la retirada nazi de Stalingrado.

De Pepito Zamora, pincelado con dardos de blandura reticente. De Grau Sala, el pintor que despertaba envidias y emociones. De su admirada Ana María Martínez Sagi, la lesbiana atleta a la que dedicó un libro extenso.

De Vlaminck, resulta que Picasso le robó máscaras e ideas, mientras sonaba la versión antijudía de La Marsellesa y el pintor fauvista, discípulo de Van Gogh, desplumado como un monje con satiriasis, se vengó publicando “un artículo terrorífico” contra Picasso.

Y cien nombres más que condicionaron la vida del París ocupado, al que llegó Pilar Primo de Rivera. Ernesto Giménez Caballero estalló de felicidad y escribió: “Seríamos todos, sería el hombre más feliz del mundo si os unierais en santo matrimonio con el Führer. Ojalá que el viaje que os lleva a Berlín nos traiga albricias esponsales”.

Un hito literario, en fin, este libro de Juan Manuel de Prada, el gran escritor que, como Sánchez Albornoz, como Américo Castro, como Varela Ortega, se ha esforzado siempre por entender la patria en la que vive y “España –escribe– sigue siendo, tal vez más que nunca, ese trozo del planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”.