Con el verso zarandeado por el tiempo y el espacio, Juan Ramón Jiménez intentó una poesía metafísica, la búsqueda ontológica de la oquedad en la expresión lírica. Planteó la ruptura del cuerpo con el alma para conducirnos a Aristóletes y su Ética nicomáquea.

Mercedes Juliá ha estudiado los aspectos más recónditos de la poesía de Juan Ramón Jiménez que consideraba el tiempo, igual que Walt Whitman, como el peso de nuestra conciencia para la eternidad. Zenobia pensaba que el espacio era la relación del poeta con el universo y le recordaba a Juan Ramón la carta de Alejandro al rey Darío, vencido y humillado, considerando la muerte como la pérdida definitiva de la conciencia.

Amalia Martínez Muñoz se adentra –La aguja incandescente (Visor)– en el tiempo juanramoniano sobre el fondo lírico de sus versos. La escritura de la poeta se alza como ofrenda de la vida, poderosa custodia del esplendor. La existencia para ella es, ante todo, al decir de Ortega y Gasset, al que cita, toparse con el futuro. El beso del amado dura un instante infinito, lo mismo el beso de bronce de Rodin que el beso con aliento abstracto de Klimt.

La escritura de la poeta se alza como ofrenda de la vida, poderosa custodia del esplendor

Invoca Amalia Martínez el nombre en cuyas escuetas sílabas anida la gramática de su mundo, así de indecibles fueron sus días junto a él. Soy, escribe, el hueco de las palabras omitidas, el silencio del espejo. Rothko y su anhelo de suicidio vibran entre los colores que anidan en los versos de la autora.

El verde de los árboles es la sangre del tiempo, su incesante danza temblorosa. Y la poeta camina sobre el verso de Juan Ramón, efímero hilo dorado en vuelo hacia la nada, la misma nada que José Hierro dibujó en su mejor poema inolvidado. Pero ella decide arar la memoria como se aran los campos vacíos porque el tiempo es ya, tan solo, un fluir sin rumbo. Se visten las tardes con sus harapos de luz y, cuando cesa la lluvia, el tiempo abre de nuevo los párpados, igual que el Matisse azul o la Blanchard cubista.

[Bermúdez de Castro, dioses, mendigos y la evolución humana]

Cada cosa y cada hecho, escribe Amalia Martínez, tienen su dimensión temporal, cada ser humano su eternidad. Reflexiona luego sobre el ser y el tiempo, lejos de Martin Heidegger, porque se entrega a los actos epifánicos que restituyen la belleza mientras las líneas de la luz tardía penetran la intimidad de la poesía y las aguas tranquilas tajan la tierra.

Intenta la escritora, como Juan Ramón, llegar al punto donde se aloja el tiempo, que comienza llamando a la muerte en la oscura penumbra del más allá, vértigo de la vida bajo los árboles deshojada. Los versos de vanguardia se precipitan por los desfiladeros de hormigón y cristal en un remolino de prisas, como en la pintura de Pollock.

[Rosana Acquaroni. La cierva que esconde sus huellas en la nieve]

La lluvia empapa la ciudad con la ternura triste del otoño y lava el pasado por encima del tiempo y el espacio. La poeta arranca entonces jirones de piel al paisaje insólito, quizá porque las hojas de la muerte vuelan ya como frías pavesas.

Grana la poesía de Amalia Martínez Muñoz que clava la aguja incandescente de su amor primero sobre las altivas olas, luego sobre el fuego. Y pide una tregua porque mañana volverá a habitar el frío, después de que la bese el humo de la luna. Se adensa el verso metafísico, la escritora vive en un tembladero y versifica entre el temor y el temblor, Søren Kierkegaard al fondo.

[Basilio Baltasar. El Apocalipsis según san Goliat]

Su garganta enardecida olvida que es un ser quebradizo. Se pierden las palabras que escapan de su naturaleza fugitiva. Desde la orfandad del tiempo escucha los silencios que sobrevuelan versos y congojas. Se adentra entonces en el vacío, junto al rescoldo de la ceniza, el verso de Carlos Bousoño en el recuerdo. Tras el vértigo envolvente y la pupila encendida, la aguja incandescente pierde ya su esplendor acosada por el tiempo, vencida por el espacio.