En nuestra República de las Letras, el fulgor se enciende algunas veces desde distantes provincias hasta iluminar los cielos nacionales. Basilio Baltasar golpea sin piedad la mediocridad de cierta poesía y cierta novela del último medio siglo, con los garfios erectos y el inflexible almirez del premio Formentor. Camilo José Cela alienta todavía y lo en encabrita todo con la sombra alargada de sus maderas de boj.

Basilio Baltasar ha publicado un libro novísimo: El Apocalipsis según san Goliat (KRK Ediciones). El autor brinca entre las zarzas literarias y se esfuerza desesperadamente por zafarse del acoso surrealista hasta alcanzar las dársenas de la última vanguardia.

Lo consigue a veces tras beberse a chorros las metáforas borgianas. Las letras enervan el Apocalipsis baltasariano y acosan el premio Formentor que se debate entre el ácido oleaje de una adjetivación agresiva y una sintaxis demoledora.

Basilio Baltasar estira las letras hasta quedarse atónito y se convierte en el pensador que cavila, en el caballo que salta, en el alfil que penetra

El libro que tengo entre las manos copula sobre el lecho de siete relatos encapsulados. En El ciervo y la serpiente, Tarco se despereza antes de dormir en paz. En La urraca, el Sr. Mirano persigue el rastro de los alfiles triturados por las soledades de Oriente Medio.

En El dios del viento, Basilio Baltasar se queda denodado porque Claudia Velasco rompe con su amante y se apagan las frondosas arboledas, las mansas aguas transparentes, el plumaje de las aves ensimismadas, el porte de los hombres salvajes, la vestimenta de las agrias damas, la solemnidad carnal de las diosas…

[El ministro Urtasun y los toros]

En Al borde del barranco, la residencia de los ancianos se desmorona decrépita y todo se hace desolación y llanto. En La batalla de los centauros, el autor reflexiona con tórpida insistencia sobre la pintura y empequeñece a Caravaggio con las afirmaciones cutres de la condesa sobre las tentaciones que se deslizan en las imágenes del arte sacro. Sale a relucir entonces el turbulento episodio de Hipodamia, la hija del rey de Argos, y el mármol de Miguel Ángel; y, por fin, se aparece Goliat.

En El santuario, Basilio Baltasar estira las letras hasta quedarse atónito y se convierte en el pensador que cavila, en el caballo que salta, en el alfil que penetra, en el rey silente y en el peón muerto en combate, la reina furtiva y los toros inmolados.

[El periodismo del chisme]

Goliat permanece para zarandear La cripta. Se trata de un relato de ácida belleza literaria, en el que Claudia intenta controlar sus confusas emociones y calla mordiéndose los labios mientras las lágrimas le resbalan por sus oscuras oquedades.
Basilio Baltasar, en fin, ha escrito un libro para recreo del buen gusto literario.

En estos tiempos de internet, de la inteligencia artificial y de la digitalización que cabalga a galope, todavía hay tiempo para el orgasmo de las letras, la sonrisa del humor encolerizado y el placer de la noche que junta amado con amada, amada en el amado transformada.

[Nuria Espert. En ella los años no son nunca pasado, sino siempre futuro]

Gisela Elsner, Jorge Luis Borges, Saul Bellow, Gadda, el gran novelista polaco Gombrowicz con su inolvidado Ferdydurke, Annie Ernaux, Carlos Fuentes, Javier Marías, Cartarescu, Liudmila Ulítskaya… enaltecen, gracias a la sabiduría literaria de Basilio Baltasar, los premios Formentor.

Y entre ellos, sobre todo, Pascal Quignard, el intelectual más interesante de la Francia actual, influido por el pensamiento sagaz de Maurice Blanchot, autor de El sexo y el espanto, creador de Las sombras errantes, que se apasiona con la lectura y escribe: “Amo envejecer en el silencio, en la larga frase que discurre bajo los ojos”. Y que, como Basilio Baltasar, se niega a acceder a “una improbable realidad” porque prefiere “quemarse lo más cerca posible de la luz”.