Ella, la poeta, es una cierva inacabada en rojo que respira en la hondura otoñal de las vidrieras. Sobre el borde lacerado de las heridas del alma, todavía sin cicatrizar, Rosana Acquaroni (18 ciervas, Bartleby Ediciones) desteje su cuerpo en las raíces. La cierva duerme con los ojos abiertos sin ver la tempestad cuando, tomada la mano de San Juan de la Cruz, y ya en amores inflamada, sale al aire libre sin ser notada, estando de nuevo su casa sosegada.

Al paladar de la poeta se pega una eucaristía consagrada a la angustia. Se le humedecen los labios al mirar a Miguel, y con las astas en llamas golpea versos sobre la sed y el polvo de fuego. Sus caliptras, dispuestas en hileras radiales, despuntan quebrantando las rocas. Junto al semillero de ciervas y de pájaros los poemas aventan el rescoldo oculto en la ceniza. Y duelen las cicatrices cosidas a puntadas en el alma.

Se acuerda Rosana del poeta José Manuel Lucía Megías cuando retira los muebles de su casa. Suspendido en el alambre, el vértigo se hace insoportable y pide al amado lejano y solo que la cobije bajo el treno de cierva fugitiva. Porque el amor retorna, su luz nos redime y vuelven los labios que borran las palabras. Luego vendrá el hijo despertando a la cala del mar que bautizaron con un nombre distinto cada día.

[José Manuel Lucía Megías, palabra del silencio sobre el Kabul devastador]

Tendremos que morir, dice, y por nosotros no brillarán los puentes repletos de candados, el pie herido de Eurídice, Orfeo en la penumbra. Se le enferman a la escritora las manzanas en la mano. Como Sísifo, las arrastra sin descanso porque la hacedora de versos nada espera. Es la cierva que esconde sus huellas en la nieve. Es el ocelo negro, la marca de obsidiana, el rojo despertar de la amapola, la carne abrasada por el tiempo.

Su corazón entristecido y turbio cose los pedazos de piel entre las hojas. La nieve se cubre de pájaros Y la cierva se enciende en la quietud del ramaje mientras en su hocico de musgo tiembla un avispero. La magia de los versos es el encuentro, el vagar sin rumbo entre las ruinas de la inteligencia.

[Basilio Baltasar. El Apocalipsis según san Goliat]

Aún así, la amada en el amado transformada, descorcha la luz porque sabe que sólo el amor se esconde en la semilla que brota antes que el surco. Cruza la cierva luminosa la hondonada. El amado llama a su puerta en cada flor, mientras desentierra la noche. Regresa entonces a la cueva de las ciervas durmientes cuando la niebla esparce su ceniza en el viento. Un tendal invisible la sostiene. Y entonces el amado le pregunta en qué arista de su cuerpo balbucea el nuevo amor.

Ella, la amada, no puede precisar en qué momento sintió que se aflojaba el nudo corredizo que la ahogaba en la oquedad del pecho. De otra será de otra, escucha al poeta de la canción desesperada, como antes de mis besos, su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos.

[El ministro Urtasun y los toros]

El pasado de exilio y abandono, inhóspito y desolado, devasta su ternura mientras ella se corta las manos y camina descalza entre las fieras. Escarba entonces los restos del idioma extinguido. Sabe que el amor es a veces regreso, reto de los pájaros que presienten su fin. Se extingue la sangre que bracea entre las venas y algo se quiebra en la mirada del amado. Ella, la amada, tiembla entonces como una cierva fugitiva, hasta clavar su daga con el filo oxidado del adiós.