El dorado es el soplo del Ser en cuanto a tal Ser; el espíritu que conduce al poeta a través de la selva inescrutable del amor y de la vida. José Luis Rey afirma que todos los tucanes se quedarán mudos y que el destino de la palabra consiste en ocultarse hasta el día de la revelación. Agobiado por el amor vagabundo, el poeta se pierde en los abismos del cielo porque el Ser es un Ser para la nada, es un Ser para la muerte.

El dorado abre este libro que se nutre en la gloria eterna y el poema infinito. Hormiguea la sangre del poeta, llena de amapolas blancas, insólitas reflexiones sobre el Tolstói del temor y el temblor, sobre el sollozo de la vida y del amor. Se apacigua entonces el fuego en su cabeza, pero sabe que el dorado dorará su muerte porque es justo que un mago se haga luz y no ceniza. Así que invoca al Berceo de la resurrección.

Hermosa eres, oh amiga mía, le dice a la amada con el son del verso clásico, dulce y encantadora como Jerusalén, terrible como un ejército en orden de batalla. Porque solo hay una palabra, dorado, y eres tú. Abrásame los ojos, clama el poeta, para que yo te vea; arráncame el oído para que yo te oiga, porque José Luis Rey cuando se decide a versificar es porque ha visto la llegada del hombre a la luna, porque ha escuchado la destrucción de Senaquerib, cabeza de la dinastía sargónida, rey de Asiria y Babilonia, asesinado entre sangres y espumas dolientes. Y sin dudarlo, el poeta corre hacía la fuente de la vida, la que mana en la cima de las sombras.

Se apacigua entonces el fuego en su cabeza, pero sabe que el dorado dorará su muerte porque es justo que un mago se haga luz y no ceniza

Muerde entonces las alas de los ángeles y se convierte en el amante de la mariposa. La belleza de ella, la belleza de la amada lejana y sola es el despertar de lo terrible. Se trata de Venus en la pecera de Platón. Si ella le ama, el dorado y el hombre tendrán sentido. Rodea de alambres el viejo olivo y su rebelión se convierte en tormenta. Jinete de los rayos, ten piedad del hombre niño siempre. Calla tú, calla tú, dorado, calla, escribe, para que el verso explique el misterio de haber sido.

Huellas de eternidad se encienden en la frente del poeta. Lo eterno “será despertar en tus brazos, volver a ser, volver a ser un día, el día de los días, volver a ser un día”. El hálito primigenio inspira los versos de José Luis Rey y por eso se mueve con la amada por el aire, por caminos de leyenda, porque la riqueza más grande de un hombre es su dorado, hundido en el horizonte tras los pasos del sol.

Tú que me diste música dame el oído en que golpea el Ser. Y el tiempo se abre y se cierra de forma inesperada. El poeta le pide al dorado que le dé la vida y pasar a la gloria por la transfiguración. Se aman los amantes hasta el límite del tiempo, abrasando los hijos del amor, abriendo en llamaradas el espacio en que se enlazarán él y ella, en el que se estrecharán siempre, fundidos por la pasión.

Descansa el poeta de las palabras perdidas ya en el mar y también de la vida, del espacio y del tiempo, porque el Ser espera impaciente en la nada. Sabe el poeta, El dorado (Visor), que un día será todo lo que ha leído y zarpa en la nave de sus palabras para surcar las obras completas de la luz. Le da pena Ser esa gloria, Ser letra por fin y siente desprenderse de su cuerpo porque tal vez la muerte es el silencio de Dios.