Conocí a Enrique Krauze en México cuando era secretario de la revista Vuelta con la que Octavio Paz ganó el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. El autor de El laberinto de la soledad figura entre los escritores que despiertan en mí admiración profunda. Mantuve con él largas conversaciones en México y en Madrid y se encuentra entre los intelectuales más cultos a los que he conocido y tratado a lo largo de mi dilatada vida profesional. Se alzó con el Premio Nobel de Literatura por la alta calidad de su poesía. He escrito en varias ocasiones que los dos hombres más inteligentes que he conocido son Arnold J. Toynbee y Octavio Paz.

Enrique Krauze se distingue por su independencia intelectual y por la originalidad de sus ideas. En cuanto a prestigio y autoridad ocupa el lugar que dejó vacante Octavio Paz en la vida cultural mexicana. Acaba de publicar un libro autobiográfico en el que responde a las preguntas que sobre su vida y su obra le hace José María Lassalle. El libro, Spinoza en el parque México (Tusquets), tiene no pocos defectos, pero muchas más cualidades y su balance resulta altamente positivo.

Sus juicios sobre Octavio Paz acrecen la temperatura intelectual del libro, de forma especial al referirse a la “poesía de la expiación” del autor de Piedra de sol. “Cuando era joven –escribe Krauze– Paz no preveía que su fe marxista desembocaría en la figura diabólica de su hermano Iván, el intelectual.

Krauze juzga con sagacidad a los principales representantes de la cultura del siglo XX

Octavio Paz volvería a Dostoievski para explicar la naturaleza del mal en el régimen soviético: un mal ideológico y religioso más que nacionalista o étnico, como el nazismo, el otro mal radical del siglo”. Enrique Krauze dedica en su libro autobiográfico largas páginas al análisis de Octavio Paz y su ingente obra poética y filosófica. El Paz que yo conocí era un liberal. Abominaba de todas las dictaduras, desde Pinochet a Castro. Desechaba a los corifeos castristas, incluido García Márquez, si bien estaba dispuesto a leer las obras completas de Gabo siempre que estuvieran encuadernadas en su propia piel.

Bajo la influencia del filósofo holandés Baruch Spinoza, de origen hispano sefardí, Enrique Krauze, que se evade a medias del tirón hebreo, juzga con sagacidad a los principales representantes de la cultura del siglo XX, así como los problemas que zarandearon aquella centuria descoyuntada y atroz. Suscribe los juicios de Walter Benjamín, traducido por Jesús Aguirre, sobre Proust, Gide y Kafka.

Desmenuza el surrealismo. Se pone al lado de Albert Camus y en contra de Sartre en la polémica más enervante intelectualmente del siglo XX. Y discurre sobre Bertrand Russell, Toynbee, Steiner, Marcuse, Ortega y Gasset, Adorno, Hannah Arendt, Koestler, Malraux, Orwell, Alfonso Reyes, Sábato, Scholem, Zaid… Crucifica a Stalin, pero no a Marx sobre el que escribe con diferencias, pero con respeto.

Cita alguna vez a Charles Maurras que encendió la Monarquía francesa contra el Papa. Y se refiere con sagacidad literaria a Pablo Neruda, Arthur Miller, Gabriela Mistral, Juan Rulfo, Diego Rivera, Rufino Tamayo, Vasconcelos, José Bergamín, Rubén Darío, Whitman. Incluso habla de Mao Tse-tung, el dictador, no el poeta, y le llama Mao Ze-dong conforme a la nueva grafía anglosajona.

Un libro, en fin, que no decae en ninguna de sus 728 páginas, que mantiene al lector en vilo, que demuestra la lucidez y el talento, la inmensa cultura de un escritor mexicano que pone su inmenso saber al servicio de la verdad histórica.