Escena del montaje de La sangre de Antígona dirigido por Ignacio García

Orillados durante décadas de los escenarios nacionales, la obra de autores del exilio cobra cuerpo en nuestras tablas. El Centro Dramático los devuelve a la primera línea para que público y crítica pueda ubicarlos en el sitio que merecen. Un rescate necesario para completar el relato histórico y artístico del teatro español del siglo XX.

La guerra civil frenó en seco la evolución del teatro que estaba cuajando en España. Antes de que el aquelarre de sangre alcanzase su apogeo, una constelación de dramaturgos se esforzaba por darle un nuevo sello a nuestra escena, metabolizando las corrientes de vanguardia que agitaban Europa. Un proceso de modernización que para ellos, sin embargo, no implicaba hacer tabla rasa de todo lo anterior. Al contrario: entre sus postulados se erigían hitos del pasado, en particular los del teatro clásico griego y el acuñado en nuestro Siglo de Oro. Épocas ambas en que anfiteatros y corralas estaban abarrotados. La idea que perseguían estaba ya formulada en esos dos periodos: atraer al máximo público posible sin descartar adentrarse en honduras éticas y místicas.



Así lo ve María Teresa Santa María, investigadora del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), nacido en el seno de la Universidad Autónoma de Barcelona con el fin de que la producción artística de los desterrados españoles no acabase filtrándose por el sumidero de la desmemoria (trabajan desde 1993 en la publicación de un gran diccionario bio-bibliográfico que abarque todos los nombres de la España peregrina). Estos días vive en estado de júbilo. ¿El motivo? Que el CDN estrenará este jueves en nuestro país La sangre de Antígona, de José Bergamín, autor en cuya obra dramática lleva años enfrascada (ese trabajo dio como fruto el libro El teatro de José Bergamín, publicado en 2012 por la editorial Fundamentos).



El montaje tiene su origen en el empeño personal de Ignacio García, nómada infatigable de nuestra escena y, precisamente por esta razón, muy identificado con el periplo geográfico y vital bergaminiano. En México encontraron los dos una segunda patria hospitalaria. Y fue allí donde se cocinó el espectáculo: García le expuso su plan a Luis de Tavira, director de la Compañía Nacional de Teatro de México y descendiente de exiliados republicanos, y en él encontró un cómplice entusiasta hasta el final. García quería en un principio orquestar una producción hispanomexicana perfectamente simétrica, pero las penurias de la industria escénica de aquí lo imposibilitó. Aun así el CDN y la UNIR (Universidad Internacional de la Rioja) dieron su apoyo al proyecto. María Teresa Santa María destaca el acontecimiento sin caer en idealizaciones simplistas: "Es absurdo decir que todo lo que se escribió en el exilio es una maravilla y que todo lo que se hacía en España durante Franco fue horroroso. Lo importante es que podamos empezar a juzgar con conocimiento de causa. Por eso es tan buena noticia que en tan poco tiempo hayamos podido ver cuatro piezas de José Ricardo Morales [también en el CDN], el monólogo De algún tiempo a esta parte de Max Aub en la Residencia de Estudiantes y ahora La sangre de Antígona".



Desde luego es la mejor manera de que el público y la crítica, junto a la decantación del tiempo, ponga a cada uno en su sitio. Ernesto Caballero asegura a El Cultural que el Centro Dramático continuará apuntalando esta veta: "Es su función: preservar y fomentar el teatro español contemporáneo. Se trata de mantener vivo un patrimonio que arranca a fines del XIX y llega hasta hoy. Los nombres de Max Aub, Morales, Bergamín, Salinas, Alberti, María Lejárraga, Martínez Sierra, Grau y tantos otros forman parte de un brillante eslabón vergonzosamente ignorado. Nuestra intención es recuperar algunas de estas obras de enorme interés para el público de hoy". Es evidente la especial sensibilidad de Caballero hacia este capítulo de nuestra historia teatral: "Hay que recordar que no sólo fueron dramaturgos los creadores teatrales desterrados, sino que actores como Xirgu, Closas, Casares..., escenógrafos como Bartolozzi, directores como Estruch, Ángel Gutiérrez y Rivas Cherif, desarrollaron buena parte de su labor artística fuera, siendo, paradójicamente, los mejores embajadores de la cultura de un país que los repudiaba".



Esa barrera no ha terminado de ser superada. Ya no hay repudio, ahora es la pereza intelectual y la endeblez de las infraestructuras escénicas las que la mantienen erguida. Prueba irrefutable es el desconocimiento de la obra de Bergamín. Apenas leído en general (se salvan del olvido sus aforismos y poco más), el teatro es una parcela de su producción literaria absolutamente marginada. Santa María denuncia que incluso se han editado algunas pretendidas obras completas sin incorporarlo. Una distracción de bulto pues son nada menos que 15 piezas las que llevan su firma, tres de ellas aún inéditas. Es probable, además, que con el tiempo se sume alguna más a la lista, pues la vida errante de este autor de la generación del 27 provocó el extravío de alguno de sus manuscritos. En la dramaturgia de Bergamín se aprecia una evolución divisible en tres fases. En la primera, antes del choque del 36, prepondera el vanguardismo y un sentido lúdico de la escena (Los filólogos, Enemigo que huye, Tres escenas en ángulo recto...). Durante la guerra opta por una escritura militante, cuyo máximo exponente es El triunfo de las Germanías, estrenada en Valencia en el 37.



La corrupción al alcance de todos, de Morales, en el CDN

Terminada la contienda, acomete un teatro marcado por el dolor de la pérdida de la patria y el rencor hacia el bando que le ha condenado a abandonarla (por cierto, portando bajo el brazo el ejemplar de Poeta en Nueva York que le dio Lorca y que luego publicaría en México). En sus primeras obras de esta época la rabia prevalece. La sangre de Antígona, sin embargo, se aparta de esa actitud. Lo confirma María Teresa Santa María: "Aun sin renunciar a sus ideales, aparece por primera vez una vocación reconciliadora". A lo largo del texto no deja de cuestionarse, como un mantra, para qué tanta muerte, para qué tanto odio. Un texto que nació curiosamente como libreto. Sí, la idea original era armar una ópera, que se completó. La partitura que lo acompaña, compuesta por Salvador Bacarisse, se encuentra en la Fundación Juan March. Ignacio García no ha acudido a ella para este montaje pero sí le ha dado a la escenografía una rotundidad y grandilocuencia operística, un terreno en el que ya acumula un largo recorrido. De hecho, salió de España en 2009, dejando sus responsabilidades en el Teatro Español para atender las ofertas de instituciones líricas en Suiza, Inglaterra, Polonia, Grecia...



Su propósito es seguir siendo un director "anfibio": "La ópera me encanta porque ofrece más medios y puedes asumir más riesgos, pero el teatro es fundamental para no perder la mano en la dirección de actores". En esta ocasión ha tenido a su servicio a los de la Compañía Nacional de Teatro de México, con figuras históricas como Rosenda Monteros, que encarna al profeta tebano Tiresias y que conoció personalmente al propio Bergamín y trabajó varias veces con Luis Buñuel.



García ha regresado a través de La sangre de Antígona (con sólo tres montajes precedentes, siempre en el marco universitario) a la guerra fratricida del 36 pero ha aprovechado también para conectar la carga trágica de la pieza bergaminiana con la violencia del México contemporáneo, "en el que se utiliza la muerte como una amenaza para atemorizar a la sociedad y donde en algunas regiones es el narco el que impone la ley". Tremebunda es la escena de este espectáculo concebido como un funeral en la que aparecen diversas Antígonas ahorcadas, una imagen que remite con toda intención a las víctimas exhibidas por los traficantes, colgando de los puentes de algunas ciudades mexicanas.



La relectura de Ignacio García, cristalizada ahora en el María Guerrero, tras conmocionar los escenarios de México, debería ser una oportunidad para poner en órbita la obra dramática bergaminiana. Falta hace. Es la única manera de cerrar el relato histórico y artístico del teatro español del siglo XX. Así lo reivindica Ernesto Caballero: "La corriente de renovación teatral iniciada en España a principios del siglo XX, en sintonía con la general llevada a cabo en la escena europea tras el naturalismo, tuvo que desarrollarse, hasta bien entrados los 70, fuera de nuestras fronteras. Esta anomalía supone que quienes mantuvieron viva la llama del sueño de un Teatro Nacional que arrancaba en La Celestina fueran considerados oficialmente como antiespañoles e ignorada y despreciada su obra. Al no tener ocasión de contrastarla con su público natural quedaron, como años antes había ocurrido con Valle, relegados al limbo de la irrepresentabilidad. Ahora bien, como en el caso del autor de Luces, con el tiempo sus voces han ido ganando vigencia y autoridad".



Vanguardista y críptico

A Bergamín, en cambio, le está costando seguir esa línea al alza, patente sobre todo en figuras como Max Aub, que cuenta con valedores de peso (Juan Carlos Pérez de la Fuente, ya al frente del Teatro Español, lo ha vuelto a enunciar como apuesta fija). Los factores que lo orillan son dispares. "Nunca escribió un teatro a la moda ni al dictado de los gustos del público. Era vanguardista, surreal, críptico y poético. Y sus posiciones políticas fueron radicales, directas y definidas", apunta García, que cree, no obstante, que deberían dejarse atrás de una vez por todas: "Bergamín y el resto de exiliados constituyen una España que no quiso de- saparecer y tuvo que reinventarse fuera. Cultura española sin españolismo".