Julián Marías estuvo siempre a favor de la libertad y en contra de la dictadura de Franco. Discípulo predilecto de Ortega y Gasset, amigo de Xavier Zubiri, admirador de Unamuno y Morente, Julián Marías definió su personalidad robusta en el periódico y en la filosofía y fue un nombre relevante de nuestra República de las Letras. Alcanzó las máximas distinciones de su época: académico de la Real Academia Española, Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, Premio Mariano de Cavia…

Durante los quince años que estuve al frente del ABC verdadero no pasó un solo mes sin publicar sus Terceras serias, profundas y en ocasiones deslumbrantes. Era republicano, pero estuvo al lado de Don Juan III de Borbón y creyó en la Monarquía de todos propugnada por el gran exiliado español.

Y de tal palo, tal astilla. Javier Marías se formó rodeado de libros escogidos y también de los hombres más relevantes de la cultura. Pero, salvo algunos ramalazos de Benet, no sucumbió a las influencias filosóficas o literarias. Desde muy joven demostró su independencia, el amor infinito a la palabra, silencio sonoro de la libertad, y construyó una obra ingente por su calidad y por la capacidad profunda que mantuvo siempre al escudriñar la psicología de sus personajes.

Entre el centenar de artículos que he leído tras su muerte, quiero destacar el de Eduardo Mendoza, novelista en la cumbre tras la desaparición de Juan Marsé, el autor de Si te dicen que caí, que escribió el más bello español del último medio siglo.

Destaca Eduardo Mendoza los personajes femeninos, dibujados, radiografiados por Javier Marías que “encontró una voz, una temática y un estilo tan propios que lo convirtieron en un fenómeno excéntrico, dentro de la literatura española… La escritura de Javier Marías no se parece a ninguna otra. Es fácil de parodiar, es imposible de imitar”.

Monarca del Reino editorial de Redonda, fue Javier Marías un excelente académico de la Real Academia Española. Le apoyé con cien gestiones para que fuera elegido académico y a lo largo de los años demostró en los plenos de la Casa, el rigor con el que analizaba las palabras y lo lejano que estaba de los oropeles y los fuegos artificiales. Creía, como Cervantes, que “la pluma es la lengua del alma”, desdeñaba a los presuntuosos y fustigaba a no pocos escritores de inteligencia deformada por la vanidad.

Despreciaba Javier Marías la literatura como industria de lujo. Era sencillo y amable, pero se esforzaba por parecer antipático. “Para tener éxito me basta con que compren mis libros la mitad de los que me odian”, decía. Y coincidía con Goethe, tal vez sin saberlo, cuando escribió: “Una obra de imaginación debe ser perfecta o no ser”. No resultará fácil encontrar en el último medio siglo un escritor que se haya esforzado tanto por aproximarse a la perfección.

Se dijo que estuvo siempre cerca del Premio Nobel. Pero no era verdad y él lo sabía. Carmen Villar, la corresponsal de ABC en Estocolmo, disponía de una información excelente de la Academia sueca. Y acertó en nueve de los diez pronósticos que me hizo. Le pregunté algunas veces por las posibilidades de Javier Marías. “No tiene ambiente”, me contestaba.

Pensaba, en fin, el autor de Negra espalda del tiempo que la literatura es la expresión de la belleza por medio de la palabra, y en el salón de plenos de la Real Academia Española, en los oscuros pasillos, en la sala de pastas, su voz se abrazaba siempre al corazón de esa palabra que palpitaba aceleradamente en su Reino de Redonda.