Primera palabra

Felipe González, el Gabo y la Gaba

1 febrero, 2018 23:00

Acudí a la embajada de Colombia para asistir a la nueva presentación de la edición definitiva de Cien años de soledad. El embajador Alberto Fumanski preparó un acto impecable con rigurosa selección de los asistentes, entre los que estaban varios académicos: José Manuel Blecua, exdirector de la RAE, Antonio Fernández Alba, Aurora Egido, Terceiro, Inés Fernández-Ordóñez, Muñoz Machado.

Víctor García de la Concha agavilló una serie de anécdotas especialmente interesantes para explicar cómo se gestó la edición. Darío Villanueva tuvo una intervención en la que resumió la obra de García Márquez con la elocuencia que caracteriza al director de la Real Academia Española. Si el Rey Felipe III, dijo, hubiera complacido a Cervantes cuando solicitó su traslado a América, el novelista español habría escrito Cien años de soledad. Y entonces qué hubiera hecho Gabriel García Márquez al venir a España. “Escribir el Quijote”, apuntó Darío Villanueva. La pluma es lengua del alma, como afirmó el Caballero de la Triste Figura cuando platicaba con el del Verde Gabán.

Y Felipe González. El vencedor electoral en cuatro legislaturas, presidente del Gobierno durante cerca de catorce años, está en plena forma. Habló con sencillez y fluida expresión. Explicó su relación personal con el Gabo. Se refirió a la Gaba al contar historias de Mercedes, la mujer del Nobel colombiano. Y explicó cómo, tras recibir el premio y pronunciar su discurso, el escritor le llamó desde Estocolmo para decirle que quería celebrar el éxito en Madrid con González y su entorno. Aseguró el expresidente que García Márquez se negaba siempre a disertar en público. “Es que hace faltas de ortografía al hablar”, decía su gran amigo Fuentes. “Si a Carlos le leyeran la mitad de los que le odian, sería millonario”, se revolvía Gabo en el peloteo entre cachondos.

El expresidente habló sobre todo del idioma español con conocimiento profundo de la significación cultural que tiene en todo el mundo la lengua de Cervantes y Borges, de Lope de Vega y Miguel Ángel Asturias, de San Juan de la Cruz y Gabriela Mistral, de García Lorca y Neruda, de Ortega y Gasset y Octavio Paz, de Miguel Delibes y Mario Vargas Llosa. Las reflexiones que hizo Felipe González ante un público especialmente exigente fueron profundas y certeras. Se comprende la admiración de García Márquez por el político español y su capacidad para el análisis literario. Frente a la palabra entumecida y la andrajosa política, González fue siempre la clara inteligencia malherida. “Tanto aman los comunistas a los pobres -podía haber dicho- que allí donde gobiernan los multiplican”.

El presidente de la I República, Emilio Castelar, fue académico de la Real Academia Española. Y Martínez de la Rosa. Y Francisco Silvela. Y Antonio Maura. Y Alcalá Zamora. Y José María de Areilza. Y Cánovas del Castillo, el hombre de Estado más importante del siglo XIX español, como Felipe González lo fue del siglo XX.

La Real Academia Española, durante trescientos años, ha tenido entre sus académicos de número, además de a los mejores poetas, novelistas, dramaturgos, periodistas, ensayistas, científicos y lexicógrafos, a militares, eclesiásticos y políticos. En la actual etapa, lo intentamos algunos, sin éxito, con Josep Borrell, que se merece el sillón por su alta calidad como político y como escritor. Desde hace muchos años vengo hablando, sin saber si él estará o no de acuerdo, de Felipe González. Es la máxima representación de la política española de la pasada centuria. Cuando crujían las cuadernas de la nave democrática, tras el intento de golpe de Estado de 1981, supo estar en su sitio. Y no es verdad que carezca de obra literaria. La tiene y de envergadura: millares de discursos, la mayor parte de ellos de extraordinaria calidad literaria, pronunciados con innegable elocuencia. La oratoria es un género literario, lo mismo que la poesía, la novela, la dramaturgia, el periodismo o el ensayo. A mí me parece que la Real Academia Española se enriquecería con la presencia en la Casa de un político de características tan singulares como las que adornan a Felipe González, con el que no mantengo amistad y del que he discrepado ideológicamente de forma pública durante largos años. Pero el inolvidado Luis Calvo me enseñó a desprenderme de cualquier esparadrapo ideológico y reconocer el mérito allí donde se produce. Y a Felipe González le sobra.