Image: Julio Martínez Mesanza. Rosas en el laberinto de la soledad

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Primera palabra

Julio Martínez Mesanza. Rosas en el laberinto de la soledad

22 diciembre, 2017 01:00

El poeta es el guardián dormido en el sepulcro. Bajo el abstracto frío imperdonable contempla de noche las estrellas cansadas e infinitas. Se aferra a la luz y al oro verdaderos y cree que la nada es la gran burla del escepticismo humano. El poeta se aduerme en sus paisajes de la tierra y del alma y piensa que no se merece el azul hiriente que se enciende sobre los descampados interminables.

El poeta -Julio Martínez Mesanza- desgrana los versos que ha arracimado en Gloria, donde el aliento lírico y los endecasílabos blancos se enredan con el sentimiento religioso. Desde el monte Karmel le habla San Juan de la Cruz, oh noche amable más que el alborada, oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada. El poeta se resiste a clausurar su interior oscuro y se refugia en la cruz, que todo lo incluye porque el hombre vino antes para que la cruz viniera.

Se pregunta Martínez Mesanza por el origen del ser y prende sus versos en el fuego ontológico, en la incertidumbre metafísica de la incógnita de no saber adónde vamos ni de dónde venimos. El autor de Gloria está lejos de Sartre. El ser no es un ser para la muerte, no es un ser para la nada. Le sacuden entonces los símbolos cansados, el fango de Crécy, la carga irracional de Balaclava, la placita de Bolonia y las cenizas voraces de Iwo Jima. Lavado por el agua del costado y dentro de la herida defendido, el poeta descubre su alma, aterida por un frío que la entumece. Recuerda entonces el verso liminar de Luis Alberto de Cuenca encerrado en su caja de plata entre los gigantes de hielo, su vida con Alicia en llamas. Asegura, recordando a Safo, que lo más terrible de la tierra en que vivimos es amar el desdén de quien amamos. Federico García Lorca, en duelo de mordiscos y azucenas, fue todavía más lejos: “Tu desdén es un dios, las quejas mías momentos y palomas en cadena”.

De las complejas fuentes fracasadas, de las negras lagunas sin salida, del agua que no vive y que no muere, el poeta, que es creyente, exalta la fe y embarca sus estrellas entristecidas en el cansado mar de las preguntas, en las barcas lejanas y perdidas que evocan la nostalgia y la esperanza. Sabe que después de recorrer el laberinto de la soledad le espera la llama inmerecida de una rosa, el sol de plata en el claro cielo incomprensible. Contra la tempestad y la furia del inicio, el poeta es el ángel que ayuda a consumir el cáliz en el que golpea el vendaval del sacrificio. La tarde se oscurece desvalida y el autor de Gloria se instala en las alas del miedo y en lo alto del hermoso orgullo devastado.

Frente al mundo, su verso canta a Jan Sobieski, ese rey que lo fue por su mérito, no por su sangre, y que pronunció el dulce nombre de María. Joannes III, Dei Gratia rex Poloniae, magnus dux Lithuaniae, León de Lechistán, derrotó a los cosacos zaporogos, a los cipayos, a los jenízaros y, sobre todo, a los turcos que caían sobre Viena. Protegió con devoción a los artistas y de forma especial a los poetas. Tras rendirle reconocimiento, Martínez Mesanza saluda a los soldados de Cristo que se alzaron contra la carga de los húsares alados hasta alcanzar la luz final del laberinto.

Zigzag

"Me voy a Granada y que sea lo que Dios quiera", dijo Federico García Lorca en casa de Martínez Nadal, unos días antes de viajar a su ciudad en julio de 1936. Emilio García Gómez me contó que, tras un cóctel en casa de la Campo Alange, paseó hasta la madrugada con Federico por delante del Museo del Prado, pero no pudo convencerle de que suspendiera su viaje a Granada, adonde partió al día siguiente. Y Juan Ramírez de Lucas, su último amante, me confesó que, como no había cumplido los 18 años y necesitaba autorización paterna, le dijo que no al viaje proyectado a México. Federico se fue a Granada y unas semanas después, el 18 de agosto, le asesinaron vilmente por orden del gobernador Valdés, que se parapetó tras Queipo de Llano.