Image: Gallarza se adensa en el Soviet de los Vagos

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Primera palabra

Gallarza se adensa en el Soviet de los Vagos

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española Ver todos los artículos de la 'Primera palabra'

29 marzo, 2013 01:00

Luis María Anson


Para mí ha sido todo un descubrimiento. No había leído nada de Eduardo Gallarza y me ha deslumbrado su novela El Soviet de los Vagos. Dedico varias horas del día a leer libros sobre ciencia y desconocía la magnitud de la obra y la vida de Nikola Tesla, el científico serbio que nació bajo el largo manto del imperio austrohúngaro en 1856 y murió como ciudadano estadounidense en 1943. Amigo de Mark Twain, colaborador de Edison, Tesla, hombre de oscuras complejidades, revolucionó el electromagnetismo. Varias de sus teorías que rozaban lo inverosímil le relegaron en el mundo científico. Algunos le instalaron en la chifladura, incluso en la locura.

En torno a este personaje, Gallarza ha tejido una novela sin desperdicio. Está muy bien construida, con una arquitectura literaria moderna que arrastra al lector desde la primera frase hasta la última. Lo más brillante del Gallarza creador son los diálogos. Vertebran el desarrollo novelístico sin concesiones a los tópicos y a los lugares comunes. Cada personaje habla como debe hablar.

Tesla odia la guerra y busca ardorosamente el arma que impida cualquier conflicto. Cree el científico que en Europa se está construyendo un arma definitiva que puede devastar el mundo. Estamos en 1934. Tesla encarga a su discípulo Henri Fevre que pegue la nariz al suelo como un sabueso para olfatear las huellas fugitivas de lo que algunos se proponen hacer. Años después, el Tesla visionario quedaría robustecido. La bomba atómica sobre Hirosima enervaría al mundo. La guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos también le daría la razón. Pero Tesla estaba ya muerto. No es de esto, en todo caso, de lo que trata la novela de Eduardo Gallarza. Fevre se traslada al París de entreguerras que el autor describe con la precisión de un espejo histórico. Entre el braguerío de los amores desbocados, la oquedad política zarandea la vida de la capital de Francia. A pocos kilómetros aúllan los látigos de Hitler sobre la piel de Alemania. Espías y conspiradores alacranean las calles de París. Son los náufragos desesperados que bracean allí donde se traban los nervios de la alta política.

La ciudad luz ilumina el amor de Henri Fevre por Dora, la bailarina de la apariencia limonar y el alma enronquecida, que escucha el temblor de los relojes. Un copioso aluvión de conspiraciones e historias entrecruzadas mantienen al lector en vilo. La novela grana entonces en intensidad y Gallarza juega con la brillantez del lenguaje para agitar la inundación del estiércol, para acentuar las situaciones límite, para muñequear con los rasgos psicológicos de cada uno de los personajes.

La gran novela, decía Borges, es aquella que plantea un problema de envergadura, que lo expone, lo desarrolla y no lo resuelve. Deja al lector la zozobra final de reflexionar y de tomar partido o de quedarse en la duda. Eduardo Gallarza domina el arte de novelar, lo que para mí ha sido una gran sorpresa porque la mayor parte de las creaciones que llegan a mi mesa de trabajo son bodrios infumables. Con demasiado retraso he arribado a la lectura de El Soviet de los Vagos. Habría cometido una grave injusticia si no me hubiera decidido a dedicar estas líneas de mi Primera palabra al reconocimiento de una obra de intensa calidad literaria.