Sobre la aventura de don Quijote y los molinos, con la que tanto nos torturan en el colegio, hay un detalle que no conocía o no recordaba: al parecer, aquellos viejos molinos eran por aquel entonces nuevos. Los primeros molinos de viento no llegaron a La Mancha hasta 1540; es decir, no eran más viejos que el propio Cervantes. La tecnología eólica debía de ser tan novedosa como para nosotros la telefonía móvil.

Contra eso cargaba nuestro caballero andante: contra el presente. Un Quijote moderno blandiría su lanza contra una torre de alta tensión o un specialty coffee shop. Y perdería, claro. Si algo puede decirse sobre los quijotes, antiguos y modernos, es que rara vez ganan una batalla.

Qué difícil imaginar La Mancha sin molinos. Qué extraño recordar que lo viejo en algún momento tuvo que ser forzosamente nuevo. Que uno o muchos campesinos dejaron de arar para ver girar sus aspas y dijeron no sé, no sé, a mí estas novedades no terminan de gustarme. Porque no eran todavía historia, sino rabiosa actualidad: tan novedosos que podían confundirse con monstruosos gigantes.

Hubo un tiempo en que ni siquiera Holanda tenía molinos. Tampoco tulipanes: no fueron plantados hasta la época de Cervantes. En pocas décadas se volvieron tan codiciados que su precio se desorbitó, desencadenando una burbuja financiera. Un suceso nuevo y no tan nuevo, porque decidir que una flor vale una fortuna no es más absurdo que confiar en el valor de un fajo de papeles.

La historia se repitió en 1929 y en 2008: las crisis que encumbraron a Adolf Hitler y a Donald Trump. Un hombre nuevo, Trump, y al mismo tiempo como los de siempre: tan semejante a ciertos parroquianos de ciertos bares. En sus mítines avivó el odio a los inmigrantes repitiendo una fábula –la serpiente y la granjera– que había sacado de Esopo. Hitler también comparaba a los judíos con serpientes. Y con ratas.

Un Quijote moderno blandiría su lanza contra una torre de alta tensión o un 'specialty coffee shop'. Y perdería, claro

En 1348, cuando la peste diezmaba Europa, muchos prefirieron culpar a los judíos antes que a las pulgas de las ratas. La peste, por cierto, no era tampoco nueva: era la misma que siglos atrás había asolado el Imperio Romano de Oriente. Roma: tantas esculturas pintarrajeadas con colores chillones que se volverían blancas con el paso de los siglos, hasta acabar inspirando el Renacimiento. Un arte nuevo, que surge porque no sabemos imitar lo viejo.

Y así, una y otra vez, el baile de la Historia, siempre entre lo viejo y lo nuevo, porque nada nuevo hay bajo el sol y nada tampoco completamente viejo; por eso fundamos países y los queremos desde su primer minuto antiguos, y rebuscamos en el pasado hasta encontrar un pastor lusitano, un caudillo querusco, un profeta que nos prometió esta misma tierra. He ahí algo nuevo que parece viejo.

Y así también nosotros, cada uno de nosotros, viviendo un tiempo que es como todos y que sin embargo parece único, radicalmente nuevo –jamás se vio una cosa igual; los jóvenes de hoy no respetan nada; ahora sí, a nosotros nos tocará vivir el Apocalipsis–. He ahí algo viejo que parece nuevo.

Y últimamente me ha dado por pensar que si hay algo que nos renueva y nos envejece más que ninguna otra cosa, ese algo es el amor; porque amamos conforme nos enseñaron a amar –los patrones familiares, es decir, el peso de nuestra Historia– y sin embargo siempre acabamos llegando a un lugar enteramente nuevo, un regreso adonde nunca antes se ha estado.

Tropezamos en la misma piedra, de acuerdo, pero quién sabe si no es esa piedra eterna, esa misma caída nunca del todo idéntica, esa estupidez colectiva que es el amor y el fracaso del amor, donde reside precisamente lo humano. Y algo me dice que cuando esto que llamamos Historia termine –porque también esto ha de terminar, algún día– todo cuanto no tenga que ver con el amor, cuanto no haya contribuido al amor, todo cuanto no sea el amor mismo, será considerado seguramente tiempo perdido.