Cuenta Carmen María Machado en el prólogo de En la casa de los sueños que la palabra “archivo” procede del griego arkheion: “la casa del vencedor”. La etimología es tan reveladora que parece inventada. Y de hecho es un poco inventada: al parecer habría sido más preciso traducirla como “la casa de los magistrados”. No importa.

Es una de esas metáforas que merecen ser ciertas. Predican una verdad lúcida: que el acto de recolectar y transmitir el pasado es un gesto político, y no hay nada más político que usar el mayor archivo de todos: el lenguaje.

Es inevitable hacer reflexiones como esta en nuestro tiempo, en una época de crisis en que las batallas que todavía no se libran con las armas ya se están librando con las palabras. Asistimos día a día a una degradación del lenguaje que recuerda a las transformaciones vividas por el alemán durante el nazismo: esa “lengua del III Reich”, tal y como la denominó Victor Klemperer, que se plagó de eufemismos para esconder sus crímenes.

En los últimos años, parece haberse cernido una sombra de incertidumbre sobre las palabras y nuestra capacidad para hacerlas corresponder con los hechos. Por culpa del manoseo de términos como posverdad o verdad alternativa, el propio concepto de verdad ha entrado en crisis.

Nuestra fe en la realidad se ha erosionado hasta tal punto que Netanyahu puede atreverse a decir desde la tribuna de la ONU que no hay hambre en Gaza, mientras los ciudadanos de a pie tenemos que discutir cuántos miles de civiles asesinados bastan para hablar de genocidio.

Asistimos día a día a una degradación del lenguaje que recuerda a las transformaciones vividas por el alemán durante el nazismo

Las deportaciones masivas no son deportaciones sino “relocalizaciones temporales”, los llamamientos a cumplir los derechos humanos son “propaganda antisemita” y el plan de destrucción de Gaza ha pasado a llamarse “plan de reconstrucción”.

Igualmente, palabras que hasta hace poco eran peyorativas o trasnochadas han adquirido un nuevo esplendor, sobre todo en boca de los populismos de extrema derecha.

Mientras escribo estas líneas, Abascal se refiere a Charlie Kirk como un “mártir de la libertad”. Mártir: precisamente la palabra que usan con orgullo los terroristas islámicos que tanto inquietan a Vox. Qué decir de Donald Trump, que ha predicado la necesidad de “devolver a Dios a Estados Unidos”, en una retórica no muy distinta a la de sus enemigos de Irán o Afganistán.

A este empobrecimiento del lenguaje podemos llegar también por razones éticamente honorables. Así, ciertos sectores progresistas han consagrado sus esfuerzos no tanto a describir el mundo como es, con sus desafíos e imperfecciones, sino tal y como a su juicio debería ser.

Hablo del lenguaje de la corrección política, sobrado de buenas intenciones pero estéril en sus fines, pues aunque se postula como una tribuna que da voz a todo el mundo, de hecho es un discurso idealizado y jerárquico, donde la contradicción con la realidad es silenciada y la disidencia perseguida. De nuevo se prefiere sacrificar la noción de verdad antes que ver debilitada nuestra teoría.

Quizás esta crisis del lenguaje sea el efecto de pensar en él tal y como Machado sugiere: como un patrimonio del vencedor. Un espacio en disputa donde cualquier concesión al rival es una batalla perdida.

Y tal vez lo mejor que podemos esperar de las palabras sea precisamente lo contrario: que nos alejen lo más posible de la idea de victoria o de derrota. Que vuelvan a convertirse en un espacio de encuentro, de diálogo, si es necesario incluso de discusión furiosa, pero donde la voluntad de convivir y de entendernos sea más poderosa que la voluntad de tener razón.