Con motivo de dar una charla sobre Stendhal, en el marco de un curso dedicado a este escritor, repaso —en la muy recomendable biografía de Michel Crouzet, publicada en su día por Edicions Alfons el Magnànim— el que me ha parecido siempre el episodio más penoso de su vida.

Tuvo lugar durante su “destierro” en Civitavecchia, el “puerto” de Roma, una localidad lúgubre a la que Stendhal fue “transferido” en 1831, después de que el todopoderoso Metternich lo vetara como cónsul de Francia en Trieste, por entonces bajo dominio austriaco.

La vieja ciudad, de menos de ocho mil habitantes, pertenecía a los Estados Pontificios. Nada allí, ni el desolado paisaje, ni el mar revuelto, ni el inmenso presidio con más del mil penados, ni una población formada en su mayor parte por pescadores, sin apenas vida social ni mucho menos cultural, resultaba estimulante para Stendhal, que fue recibido con gran suspicacia debido a su fama de liberal y de anticlerical. Sólo se relacionaba con Donato Bucci, anticuario y arqueólogo, a quien acompañaba en sus prospecciones en busca de tumbas y vasos etruscos.

Stendhal se adentra en la cincuentena. Se siente viejo y achacoso, además de aburrido. En sus cartas dice haberse convertido en “un hombre vulgar”. “Cada día me vuelvo más estúpido; no encuentro a nadie con quien jugar esos partidos de pelota consistentes en intercambiar agudezas”, escribe.

Desesperado de su soledad, piensa en buscar compañía a toda costa, y casarse aunque sea sin amor. “Se pueden encontrar momentos de impaciencia en el matrimonio pero nunca el aburrimiento sombrío y profundo del celibato”, anota.
Gordo y feo como es, pone sus ojos en la hija de los Vidau, una vieja familia venida a menos. Se trata de una muchacha menuda y poco agraciada, que no ha recibido ninguna educación. Stendhal la corteja (aun al precio de asistir a misa para hacerse el encontradizo) y finalmente la pide en matrimonio.

Un día, absorto en sus ensoñaciones, Stendhal comprendió que su vida podía resumirse con los nombres de esas mujeres a las que había amado

Para los padres, era aquella una oferta muy honrosa y prometedora, así que aceptaron de inmediato. Pero antes de formalizar el compromiso debían tener el visto bueno de un hermano de Monsieur Vidau, un hombre devoto y adinerado que los ayudaba económicamente y de quien esperaban heredar.

El “tío” pidió informes sobre Stendhal y, a la luz de los mismos, se opuso enérgicamente a la boda, bajo la amenaza de desheredar a la familia y privarla de la pensión que le pasaba. De modo que el pretendiente se quedó plantado. Más tarde diría que fue él quien rompió el compromiso porque su futuro suegro se empeñaba en vivir a su costa. “¿Cómo saber?”, se pregunta prudentemente Crouzet.

En Civitavecchia escribió Stendhal la mayor parte de Vida de Henry Brulard, sus inacabadas memorias de infancia y juventud, un libro arrebatador en cuyo arranque se lee: “El estado habitual de mi vida ha sido el de amante desgraciado… He tenido muy poco éxito… Tengo fama, me parece, de ser un individuo de lo más alegre e insensible, aunque lo cierto es que jamás he dicho una sola palabra de las mujeres que amaba…”.

Hasta que un día, dice, absorto en sus ensoñaciones, comprendió de súbito que su vida podía resumirse con los nombres de esas mujeres a las que había amado y que a continuación enumera. Son once. Y añade: “La mayor parte de estas criaturas encantadoras no me dispensaron nunca sus favores, pero puedo afirmar que han ocupado literalmente mi vida”.

En la lista de nombres que da Stendhal no se encuentra el de Mademoiselle Vidau. Es verdad que por las fechas en que la hizo no había tenido todavía lugar el “amorío” con la muchacha provinciana. Pero, de haber hecho esa lista dos años después… ¿Habría incluido su nombre, que por otro lado no conocemos?