Nacido treinta años antes que Rimbaud, que lo consideraba “el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero dios”, la figura Baudelaire no quedó atravesada, como la de aquél, por el mito de la juventud. Y eso a pesar de la atracción que sobre Baudelaire ejercieron el romanticismo y algunos de sus héroes.

Él mismo cumplió, siendo joven, con todos los requisitos que, desde comienzos del siglo XIX, tipifican al joven artista: fue díscolo, disoluto, gamberro; se enfrentó a sus progenitores, participó en los tumultos revolucionarios de 1848, perteneció a la bohemia literaria; ejerció la iconoclastia, cultivó la osadía, la impertinencia, el desdén; experimentó todo tipo de drogas, frecuentó los ambientes prostibularios, jugó al dandismo…

“En contacto con la juventud experimento la misma sensación de malestar que cuando tropiezo con un olvidado compañero de colegio convertido en agente de bolsa”, decía Baudelaire

Nada de esto, sin embargo, imprimió a su porte el sesgo de la juventud. La imagen que conservamos de él es la de un adulto prematuramente envejecido, de mirada intensa, agria, crispada. Enseguida Baudelaire dejó de ser joven, y se diría que nunca pretendió serlo.

“La juventud, en los tiempos que corren, me inspira, por sus nuevos defectos, una desconfianza ya de por sí justificada por quienes la han distinguido en todas las épocas. En contacto con la juventud experimento la misma sensación de malestar que cuando tropiezo con un olvidado compañero de colegio convertido en agente de bolsa, al que los veinte o treinta años transcurridos no impiden tutearme o darme unas palmadas en el vientre. En pocas palabras, me siento en mala compañía”.

Baudelaire escribe estas palabras en 1861, a los cuarenta años de edad, en la reseña de la primera novela de un joven escritor que contribuyó a promocionar: Léon Cladel. Se trata de un texto interesantísimo, dado que la novela en cuestión, Los mártires ridículos, traza el retrato de un cierto sector de la juventud de aquella época, la “juventud literaria”, de la que dice Baudelaire:

“Con absoluta confianza en el genio y en la inspiración, esta juventud se arroga el derecho a no someterse a ninguna gimnasia. Ignora que el genio debe, al igual que el aprendiz de saltimbanqui, arriesgarse a romperse mil veces la crisma en secreto antes de bailar ante el público; en una palabra, que la inspiración no es más que la recompensa del ejercicio cotidiano. Tiene malas costumbres, amores ridículos, tanta fatuidad como pereza, y amolda su vida al patrón de ciertas novelas”.

Baudelaire aprovecha la ocasión para distinguir, dentro de la buena sociedad parisina, cuatro “juventudes” distintas: “Una es rica, necia, ociosa, y no adora otras divinidades que el libertinaje y la gula, esas musas del viejo sin honra: ésta no nos interesa para nada. Hay otra necia, sin más preocupación que el dinero, tercera divinidad del viejo; ésta, destinada a hacer fortuna, no nos interesa más que la anterior”.

La tercera especie de jóvenes, según el reaccionario Baudelaire, es la de aquellos a quienes anima la pasión política y “aspiran a hacer la felicidad del pueblo”. Y la cuarta, la que retrata Cladel.

A los miembros de esta “juventud literaria” había dirigido Baudelaire, quince años antes, en 1846 –es decir, cuando él mismo era joven–, unos sabios consejos que, leídos en la actualidad, mantienen toda su vigencia.

Léanlos quienes, como él mismo entonces, aspiran a hacerse un sitio en el “mundillo” literario. Aquí me limitaré a destacar uno de esos “Consejos a los jóvenes literatos”. Tiene que ver con la irritación que produce la fortuna de ciertos talentos que triunfan al socaire de las modas.

Baudelaire recomienda no abandonarse a esa irritación y en su lugar aconseja al joven escritor esforzarse “por despertar el mismo interés con medios nuevos”; empeñándose en obtener, pese a nadar contracorriente, “una fuerza igual e incluso superior en sentido contrario”.