Hace un par de semanas, Xavi Ayén publicó en La Vanguardia un breve reportaje sobre los criterios de compra de libros por parte de las bibliotecas públicas. “¿Qué libros compran las bibliotecas?”, se titulaba. El asunto despertó mi interés, y pienso que vale la pena darle alguna vuelta, aun sin disponer de toda la información deseable.

El reportaje de Ayén se centraba en la ejemplar red de bibliotecas públicas de Cataluña. En 2021, la Generalitat –siempre según los datos que aporta Ayén– destinó casi seis millones de euros a la compra de libros. De libros en catalán, conviene precisar, dado que al parecer no contempla adquisiciones en otros idiomas, como no sea el occitano. Las compras de libros en castellano se hacen a cuenta de otras aportaciones: las de las diputaciones y ayuntamientos. Puesto que el presupuesto de la Generalitat supone más del cincuenta por ciento del total de las compras, la lista de títulos adquiridos para las bibliotecas catalanas se halla muy escorada hacia la producción editorial en esta lengua. Según Ayén, “no existe una gran transparencia sobre las listas de compras, que deciden sobre todo cargos técnicos de los diferentes servicios de bibliotecas, que deben tener en cuenta la coherencia del catálogo, el interés general y el mayoritario”. Así y todo, cabe observar, entre los títulos adquiridos, un neto predominio de los superventas.

¿Tiene sentido priorizar en las bibliotecas públicas la literatura mainstream, la más convencional y popular, a efectos de atraer al público y satisfacer sus más apremiantes demandas?

Para hacerse una idea: entre los libros de ficción en castellano que, de un tiempo a esta parte, han comprado en mayor número las bibliotecas catalanas se cuentan, en destacado lugar, títulos como Rey blanco de Juan Gómez-Jurado, De ninguna parte de Julia Navarro y La Bestia de Carmen Mola. Todavía es mayor el número de ejemplares adquiridos de títulos como Canto jo i la muntanya balla de Irene Solà, La dona de la seva vida, de Xavier Bosch y Tàndem de Maria Barbal.

Como dice un bibliotecario consultado por Ayén, “parece que Cataluña sea una única biblioteca porque encuentras los mismos títulos en todos los sitios, habría que otorgar mayor autonomía de gestión, se está yendo muy por el carril, no se arriesga nada, pronto podrá hacer las compras un algoritmo”. Otro profesional del ramo, por su parte, sostiene que “es muy arriesgado decidir no comprar los superventas, como por ejemplo los premios Planeta, porque son los que te garantizan un tránsito de gente en tu centro”.

El asunto se resiste a los apriorismos y a las simplificaciones, y desde luego excede el marco catalán. ¿Tiene sentido priorizar en las bibliotecas públicas la literatura mainstream, la más convencional y popular, a efectos de atraer al público y satisfacer sus más apremiantes demandas? ¿O, sin descartarla en absoluto, y para contrapesar la influencia aplastante de la publicidad y del mercado, convendría privilegiar una literatura menos pasajera y sujeta a las modas?

La disyuntiva no sólo afecta a la cuestión particular de los libros que adquieren o dejan de adquirir las bibliotecas públicas. Al margen de los filos a que da lugar la cuestión particular de la lengua, lo que aquí se plantea es el sempiterno problema a que da lugar la promoción de la cultura por parte de las instancias públicas: el tabú de lo que suele llamarse, generalmente con suspicacia, “dirigismo cultural”. ¿Tiene sentido ejercerlo? ¿Conforme a qué criterios? ¿Y qué es lo que queda cuando no hay dirigismo?

Puede que el mejor modo de enfocarlo sea desde la perspectiva que trazaba Rafael Sánchez Ferlosio cuando distinguía entre “interés del público” e “interés público”, dos baremos que raramente coinciden, pese a lo cual los responsables de toda institución cultural de carácter público están impelidos a encontrar un difícil, acaso imposible equilibrio entre ambos.