Preguntado hace ya mucho, por Ron Hansen, de The Paris Review, acerca de la relación de los novelistas norteamericanos con la política nacional, John Irving respondía: “Lo que hacemos, principalmente, es unirnos al movimiento de protesta general. Hablamos en nombre de causas; hablamos en nombre de nuestros amigos; hablamos en nombre de la gente que ya está predispuesta a darnos la razón. Tenemos cero influencia, en mi opinión. Cuando se produce cualquier hecho peligroso o completamente estúpido en este país, realizamos un montón de declaraciones políticas que nos hacen creer que no formamos parte de la horrible corriente general. Decimos con complacencia: ‘Bueno, yo no formo parte de eso’; o ‘Como dije en The Nation…’, o ‘Como dije a los estudiantes en Stanford…’, o ‘Cuando estuve en el programa Today Show…’ (durante dos minutos), etcétera, etcétera. Pero creo que, si hemos de ser políticamente activos, eso tiene que comenzar a percibirse en nuestras novelas”.

Irving lo tenía claro: “cada vez me vuelvo más impaciente con lo que veo. aspiro a escribir novelas que hagan que la gente se sienta cada vez más incómoda con lo que en nuestra sociedad se da por supuesto”

Bastantes años más tarde, entrevistado para el mismo medio por George Plimpton, Tom Wolfe respondía así a la pregunta de si pensaba que el escritor de ficción detenta más poder, si tiene más impacto que el que puedan lograr un periodista o un ensayista: “Con la ficción se puede obtener un gran impacto siempre que trates de la realidad, que te propongas mostrar cómo funciona la sociedad, cómo encaja. Esto ha sido cierto en muchos momentos de nuestra historia literaria, sobre todo en los años treinta, con libros como Las uvas de la ira. Es difícil hacerse hoy una idea del impacto que en su momento tuvo un libro como Las uvas de la ira. Vivimos una época, creo, que pide a gritos ese tipo de ficción. Pese a ello, en la actualidad ese tipo de impacto proviene sobre todo de la no ficción; es un gran momento para los escritores de no ficción porque el terreno de juego –el realismo– ha sido abandonado por toda una generación de escritores de talento. Es un fenómeno mundial”.

Wolfe hacía estas declaraciones en 1991. Como todo el mundo sabe, su carrera como novelista empezó bastante tardíamente, cuando ya era un famosísimo periodista. Tanto él como Irving son novelistas resueltamente anacrónicos, apegados a patrones narrativos decimonónicos, esencialmente realistas, comprometidos con la idea de que “la observación social es una de las tareas del escritor” (Irving).

Wolfe da a entender que es el abandono del realismo –el terreno de juego– el motivo por el que los narradores han perdido influencia social. De sus palabras cabe desprender que la no ficción, que entretanto no ha cesado de ganar predicamento, vendría a ocupar el lugar del viejo realismo narrativo. Y que ese relevo conlleva una pérdida. Pues tanto él como Irving están convencidos de que la ficción no es sólo más eficaz sino también más apta y más válida que cualquier otra modalidad de escritura para expresar las ideas, y para hacerlo de un modo matizado y complejo.

Emerge aquí un asunto de gran interés. Tiene que ver con los equívocos a que da lugar la tendencia a identificar –¿hasta cuándo?– ficción y narración, y a oponer imaginación y realismo. Tiene que ver también con la cuestión de la representación, que es el verdadero terreno en el que a un novelista le cabe ser políticamente influyente. Qué se propone representar, y cómo escoge hacerlo. Aquí reside la clave.

Por su parte, Irving lo tenía claro: “¿Qué influencia tienen los escritores políticamente motivados? Cada vez me vuelvo más impaciente con lo que veo. Así que aspiro a escribir novelas que hagan que la gente se sienta cada vez más incómoda con lo que en nuestra sociedad se da por supuesto”.