Hace ahora medio siglo, en 1971, Juan Benet, sorprendido por el imparable proceso de glorificación de James Joyce, en particular de su Ulises, pronosticó que, transcurridos unos años, la estrella de este autor se eclipsaría. Escribía Benet: “Mucho me malicio que algún día –probablemente no será de este siglo– empezará a ser arrinconado, porque la gente se cansa de todo. Tal día los Ulises y los Finnegan serán devueltos a los nichos de las estanterías, para gozar del sueño de los clásicos, como –digamos– las novelas de Victor Hugo o las semblanzas históricas de Quintana”.

Recordaba estas palabras mientras asistía al formidable despliegue al que en toda la prensa cultural –empezando por esta misma revista– ha dado lugar estos días el centenario de la publicación de Ulises.

Cuánto se equivocaba Benet.

Y eso que, hace unos pocos años, en una de estas columnas, a propósito de la sección final de esta revista, “Esto es lo último”, en la que cada semana se plantea un cuestionario común a una personalidad de la cultura, se me ocurría observar cómo, a la pregunta “¿Ha abandonado algún libro por imposible?”, una sorprendente cantidad de encuestados respondía con toda tranquilidad: “el Ulises de Joyce”, título que se llevaba la palma, con mucha ventaja, sobre otros mencionados también como inaguantables.

Las razones con que Benet justifica su desinterés por el 'Ulises' de Joyce no son desdeñables

Puede que no quepa señalar un caso más flagrante –y más sangrante– de divorcio entre lo que consagra el más conspicuo y convenido canon literario y la afición real de los lectores. De hecho, sospecha uno que la suspicacia y las susceptibilidades que de manera creciente suscita el concepto mismo de canon obedecen, mucho antes que a razones ideológicas, a la frustración, primero, y a la irritación, después, que produce fracasar con algunos títulos y autores que aquél da por impepinables: ¡La Divina Comedia! ¡Moby Dick! ¡Ulises! ¡Proust! ¡Faulkner!

El nombre de este último me devuelve a Benet, quien confiesa haber soportado “primero con dedicación y estudio, con horas de lectura después, con resignación y cierto ignorante aplomo más tarde”, el acoso a que se sintió sometido, ya desde su más temprana juventud, para que le gustara el Ulises. “Hasta que, un tanto harto de un compromiso que ya no satisfacía ninguna de las exigencias de mi imaginación, decidí aprovechar la oportunidad de escribir un prólogo para plantear mi caso de divorcio”: el que iba a dejar pública constancia de su personal repudio de la novela.

Pues lo más cómico de todo esto es que, en efecto, para “romper” con Joyce y su maldito Ulises, Benet aprovechó la oportunidad que le brindaba la invitación a escribir un prólogo a la traducción al castellano de El ‘Ulises’ de James Joyce, de Stuart Gilbert, uno de los grandes clásicos de los estudios joyceanos.

Imagino el estupor que provocaría, en los incentivados lectores de este acreditado ensayo, toparse a sus puertas con un texto tan iconoclasta y disuasorio. Algún día deberé dedicar una columna a la rara y desopilante especie de los prólogos disuasorios, a la que pertenece también el que en su día antepuso Ferlosio al Pinocho de Collodi. Ahora prefiero señalar el prólogo de Benet como aleccionadora ilustración de un fenómeno bastante más recurrente de lo esperable: la radical, a menudo obcecada incomprensión que no pocos escritores sin duda cultos y perspicaces manifiestan tener de los propósitos y alcances de las obras de algunos de sus colegas, ya pertenezcan al pasado o se cuenten entre sus contemporáneos.

Las razones con que Benet justifica su desinterés por el Ulises no son desdeñables. Las hace particularmente interesantes el hecho de que él pase por ser para muchos, al igual que su adorado Faulkner, paradigma de la dificultad, también de la oscuridad que se suele achacar al Ulises. Se oponen y contrastan aquí, de manera paradójicamente esclarecedora, concepciones antagónicas de estas dos nociones –la de dificultad y la de oscuridad– apegadas al desarrollo de la literatura moderna, tanto más si se las imbrica con la equívoca y resbaladiza noción de vanguardia.