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Mínima molestia

Conversación

3 mayo, 2021 09:40

En más de una ocasión –tres, al menos– he traído a colación, en estas columnas, el nombre de Botho Strauss, narrador y dramaturgo alemán por algunos de cuyos libros siento una gran estima. Hace años que Strauss, nacido en 1944, vive retirado en una pequeña población al norte de Berlín, lejos de los circuitos literarios, sin apenas conceder entrevistas ni aparecer en los medios. En 2014 sorprendió con un breve libro autobiográfico, Herkunft (Origen), en el que evoca su infancia y juventud. Sería de agradecer que algún editor español se tomara el trabajo de traducirlo y publicarlo. Entretanto, la recién nacida editorial Las migas también son pan ha rescatado de los viejos fondos de Alfaguara la traducción que en su momento hiciera Genoveva Dieterich de la primera novela de Strauss, La dedicatoria (1977). Una invitación a recuperar a este autor, que en su momento gozó en toda Europa –también en España– de un crédito importante que él mismo se ocupó de dilapidar, ya en los años 2000, con libros cada vez más intransigentes, más absortos. Pese a lo cual, Strauss sigue siendo uno de los escasos supervivientes de una literatura profundamente crítica que no se dejó engatusar por las tentaciones de la cultura mediática. Pertenece a la misma generación de Peter Handke, de Elfriede Jelinek: la de aquellos a quienes Cecilia Dreymüller denomina, con razón, los “demoledores del establishment”. Escritores con una sólida formación política y filosófica, que en el plano de la narrativa parecen compartir eso a lo que Musil se refirió en cierta ocasión como “el asco de relatar”.

Ocurre en cierta literatura, injustamente tachada de oscura, que desdeña al lector metódico que exige coherencia a lo que no puede tenerla

En un pasaje de Herkunft escribe Strauss: “Lo que siempre tuve en mente sigue flotando hoy: son fragmentos de prosa que parecen botellas rotas”. Una manera bastante precisa de describir su propia escritura narrativa, desentendida de la expectativa del lector pero repleta de iluminaciones. Como tantos grandes escritores con reputación de difíciles, Strauss confía en su interlocutor y no se siente llamado a seducirlo. Sospecha de la claridad por lo que tiene de mistificación, cuando no de simplificación. No se trata, ni mucho menos, de cultivar la oscuridad, ni siquiera de preferir a priori la complejidad. Se trata más bien de asumir la naturaleza irresuelta y plural de mucho de lo que aspiramos a expresar, con sus vacilaciones y sus a veces sustanciales contradicciones. El mismo Strauss acierta a explicarlo magníficamente en un estupendo pasaje de La dedicatoria. Se lee allí:

“Pretendemos constantemente que nos comprendan con exactitud. Al menos tenemos la necesidad elemental de que nos juzguen e invitamos con los aspavientos más extravagantes incluso a personas absolutamente desconocidas a ser nuestros intérpretes.

»Cuanto más íntima o privada una conversación, tanto más nos embrollamos en contradicciones e imprecisiones. Nos percatamos de que está sucediendo así, pero no podemos evitarlo. No porque seamos especialmente confusos o descuidados, sino porque nos seduce la esperanza de que el otro percibe una imagen total de nosotros, o al menos un fantasma de ésta, en el que nuestras observaciones divagantes, contradicciones y murmullos se funden, por sí mismos, en un orden más rico y mejor.

»Yo suspendería inmediatamente la conversación con un amigo que me llamara la atención sobre una contradicción. ¿Para qué quiere de pronto algo unívoco? ¿Acaso no le ofrezco, directa o indirectamente, toda mi manera de ser? Si no es capaz de tener en cuenta el discurso completo y singular de mi persona, en el que no existe separación entre la expresión encubierta y la declarada, la errada y la atinada, su compañía pronto me sobra”.

No se me ocurre mejor modo de ilustrar el tipo de actitud que ciertos textos reclaman del lector. No se me ocurre mejor manera de explicar a ciertos lectores el tipo de atención que les es necesario prestar a según qué textos, aquel poema, por ejemplo, donde carece de sentido tratar de ir entendiendo, verso a verso, “lo que dice”.

Ocurre en literatura, o al menos en cierta literatura, injustamente tachada de oscura o de difícil, que invoca la totalidad del texto para hacerse comprender, que desdeña al lector metódico que exige coherencia y articulación a lo que no puede tenerlas, pues opera en más niveles que los de la lógica estricta.