En 1846 Pierre-Joseph Proudhon publicó Filosofía de la miseria. Apenas un año después, un joven fogoso de veintinueve años, exiliado de Alemania y afincado en París, replicó en francés al socialista utópico con un escrito que daba la vuelta tanto a las tesis del libro como a su título: Miseria de la filosofía de Karl Marx. La filosofía es aquí el pensamiento de Proudhon y su miseria reside, de entrada, en su molesta tendencia a moralizar sustituyendo el análisis científico por la tonta indignación, lo que le lleva a embrollos como decir que “la propiedad es un robo” cuando no hay robo sin propiedad.

Con todo, la crítica mollar de Marx se dirige a su pretensión de solucionar los conflictos sociales por la vía de ofrecer una nueva interpretación del mundo, cuando esa solución solo puede venir, no de una interpretación más, sino de la acción dialéctica de la Historia: la lucha de clases. Marx aprovecha la polémica para abundar en lo que ya había escrito en 1845: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata ahora es de transformarlo” (Tesis XI sobre Feuerbach).

La filosofía es por naturaleza luminosa. Da igual que proponga una interpretación del mundo pesimista, escéptica o decadente. Cuando expone algo, los conceptos que usa proyectan claridad sobre el objeto, normalmente en estado de confusión y tinieblas. Si esos conceptos se combinan y forman una visión completa del mundo, el regalo de la síntesis que resulta derrama sobre la comprensión un chorro de luminosidad radiante. En esa hora de plenitud, la interpretación filosófica se parece al oro puro.

Esos individuos ambulantes que visten de frente y de espaldas un cartel de dos paneles con el anuncio “compro oro”, esos somos todos nosotros, que ansiamos el metal precioso de la filosofía para comprarle a la vida un sentido. No tiene razón Marx cuando contrapone interpretación y transformación, porque nada hay más transformador que una filosofía que acaba anidando en la conciencia colectiva de la gente y allí no solo interpreta el mundo sino que socialmente lo construye.

La filosofía nos hace inmensamente ricos, pero, como a Midas, menesterosos porque sus interpretaciones no satisfacen nuestro apetito

A largo plazo es cierto, pero, a corto, hay que admitir que Marx acierta al señalar que el esplendor de la filosofía es también su miseria. Recuérdese lo que le pasó al rey Midas. Como había hecho un favor a un amigo de Dioniso, este le concedió el deseo de que todo cuanto tocara se convirtiera en oro. Con la consecuencia de que, nadando en abundancia de riquezas, cada alimento que se llevaba a la boca, petrificado, se le atragantaba y moría de hambre. “Rico y menesteroso, escapar desea de esas riquezas”: así describe Ovidio al atribulado rey frigio (Metamorfosis XI).

La filosofía nos hace inmensamente ricos, pero también, como a Midas, menesterosos porque sus interpretaciones no satisfacen nuestro apetito apremiante de ser. Los alimentos que calman este hambre –el hambre devoradora de vivir tan bellamente como el más grande de todos los hombres sin conformarse con nada por debajo de lo mejor– están hechos con la masa del tiempo, que los mantiene frescos y sabrosos, pero pierden sabor cuando se congelan en la nevera del concepto.

Sin necesidad de explicación, uno vendería todo el oro del mundo por una hora de saciedad total, colmado en sus más profundos y antiguos deseos. La lucha de clases, motor de la Historia para Marx, es forma menor de la lucha denodada por quererlo todo en la vida. Así entendida, nos sumamos a la que llama Marx al terminar su ensayo cediendo la palabra a George Sand: “Luchar o morir, la lucha sangrienta o la nada. Es el dilema inexorable”. Y así andamos algunos en la vida, consumidos por una voracidad insaciable y con un cartel que dice: “vendo oro”.