Cuando digo la socorrida sentencia, con frecuencia me motejan de optimista. Y yo no me considero tal. Sí que pienso que una cierta confianza en conseguir lo que se ambiciona aumenta las probabilidades de lograrlo. Pero me cuido de formarme expectativas excesivas que sólo aumentan las probabilidades de frustración.

En lo que se refiere a la sentencia de marras, está limpia de este error de principiante. Reza así: vivimos en el mejor momento de la Historia universal tanto en el lado material como en el moral.

Ya se ve que no promete nada halagüeño del futuro, se limita a describir el presente. Es una verdad grande como una pirámide y, sin embargo, no es toda la verdad. Quedaría incompleta si no se añadiera esta otra no menos cierta: pese al bienestar de que disfrutamos, cunde el malestar por todas partes.

En efecto, flota en el ambiente un descontento muy compartido: la razón nos enseña que, aunque este tiempo nuestro es todavía muy imperfecto, lo es menos que todos los anteriores. Adivino que si se le preguntara a uno de esos probos antisistema qué sistema (de entre todos los que han existido a lo largo de la historia) elegiría para vivir, el susodicho escogería este nuestro contra el que combate ferozmente.

Y, sin embargo, el personal está enfadado, salta a la menor ocasión. El éxito de la civilización occidental convive con la angustia privada. Seremos los mejores del mundo, lo que tú quieras, pero el hecho es que yo no me encuentro bien. Por eso, cada vez que observo algo censurable en sociedad, canalizo mi hastío interior quejándome, denunciando el abuso, y la mayoría me secunda porque se siente como yo.

Nunca antes había habido tanta tendencia a la culpabilización del otro ni, en paralelo, tal profusión de causas sociales contra las injusticias del mundo. Por ejemplo, las padecidas por los inmigrantes durante la crisis de la década anterior. Guardamos en la memoria la imagen de las riadas de expatriados huyendo de la guerra o del hambre de sus países de origen que venían a Europa buscando protección y seguridad.

Los Estados europeos acogieron a algunos refugiados, pero no a todos o no como se debiera, y al punto se levantó por el continente una ola gigante de santa indignación. La ciudadanía estaba terriblemente enfadada contra sus políticos, les reprochaba una falta de elemental humanidad y algunos de los gobiernos llegaron a tambalearse.

Admiro la sensibilidad de estos espíritus comprometidos con la decencia de sus sociedades. Además, juzgo completamente justas esas protestas cada vez que el refugiado no es tratado con el respeto que merece. Ahora bien, las consideraría aún más justas si los acusadores cayeran en la cuenta de que la rabia que los consume constituye una novedad absoluta en la historia universal.

Nunca antes se había concedido al extranjero un derecho como ese cuya violación ahora tanto les ofende. En el pasado, invariablemente, el extranjero era un paria, un bárbaro, un ser demediado desprovisto de derechos. Si nos indignamos es porque, en un acto creativo sin precedentes, hemos extendido la condición de digno a todo hombre y mujer por el mero hecho de serlo, sea nacional o extranjero.

Y así ocurre con las otras protestas que ahora tanto menudean y que no existían en el pasado, aunque desde luego sí el hecho reprobable. Luego el malestar es consecuencia de un progreso moral: cuanto mayor es el sentimiento de dignidad en una comunidad, mayor es el número de actos, antes neutros, que ahora constituyen violaciones, y mayor es, en suma, el número de causas de indignación. Al final resulta que el malestar, contrapunto de nuestro progreso moral, no es más que otra prueba indirecta de éste.

Confieso que he leído lo escrito y me ha entrado el temor de estar dando pábulo sin querer a quienes me injurian llamándome optimista.