La palabra latina para “peso” es pondus. En la mentalidad antigua, el pondus es una fuerza que pone en movimiento una cosa para encontrar su posición natural de descanso, como un ave que sobrevuela el océano en busca de una peña solitaria donde posarse. Se diría que el movimiento es un intervalo provisional entre dos puntos estables.

La vida humana, en cambio, es intrínsecamente densa, hay un gravamen en el mero hecho de existir que con propiedad llamamos “pesadumbre”. “Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, escribió el poeta. Una envidiosa ley de la gravedad nos empuja hacia abajo, nos hace enfermar –que quiere decir perder firmeza– y nos quiere sepultados en el foso. Pero nosotros, que deseamos vivir, oponemos dura resistencia y nos mantenemos erguidos sosteniendo la bola del mundo a guisa de Atlas, el titán. Cuando desistimos de aguantar y disfrutamos de descanso eterno ya somos cadáver, sólo polvo que se lleva el viento.

De niños, nos transportan los padres en brazos, nos acunan, nos empujan donosamente el columpio. Pero enseguida nos toca a nosotros soportar la tensión para permanecer en pie merced a nuestro propio esfuerzo. Hay, sí, alivios que aligeran temporalmente la carga, como cerrar los ojos y abandonarnos al sueño por las noches y, a lo largo de la vida, algunas experiencias que nos regalan instantes de ingravidez con que le crecen alas al corazón: la jovialidad, el entusiasmo, la ebriedad, el éxtasis amoroso, el arte, la liberación ocasional de la tiranía del ego. Son los pondus in altum, pesos alados que nos elevan a lo divino. Pero el viaje termina pronto y la fatiga nos espera otra vez a la vuelta en progresión imparable, se espesan las horas, se eclipsan las energías, declina la vitalidad, cuanto vale la pena cuesta cada día un poco más que el anterior.

Al final del día, antes de dormir, y al final de la vida, antes de morir, estaremos cansados. Como esto es seguro, lo que está en juego no es si nos cansaremos o no, sino con quién o con qué, qué pesos de los muchos existentes escogemos para nuestros hombros durante el recorrido de la vida. Cuando todavía estamos a tiempo de elegir, hacemos el ejercicio mental de ponernos en el lugar del anciano que, al final del camino, vuelve la vista atrás y, con la espalda curva y las piernas temblorosas, calibra si le mereció la pena cansarse como lo ha hecho o podía haber elegido mejor. Esa anticipación es el arte de encontrar el peso ideal para uno mismo. Dicho arte sobre el peso que más nos conviene se llama precisamente sopesar y también, derivado del latín, ponderar. La paradoja estriba en que cuando se elige bien, sopesadamente, la vida suelta lastre y pasa volando, con lo que, ay, el torvo final se precipita.

Algún día no estaremos ni de pie, ni sentados, ni tumbados, sino seremos semejantes a “esa piedra dura que ya no siente”. No sería modesto afán el de dejar a los que nos sobrevivan el recuerdo de una imagen amable de lo humano, no deformada ni aplastada por la onerosidad excesiva del vivir. Una amabilidad que se pondría a prueba principalmente ante el hecho fatal de la muerte, pues quien sea capaz de afrontar la última mueca con naturalidad evitando conceder demasiada importancia a su propia desaparición, sabiéndose parte del ciclo de la universal renovación de la vida, estará matando de algún modo a la muerte y rompiendo su aguijón o, al menos, haciéndolo redondo, como las puntas de esos sables de juguete que pinchan sin hacer daño.

Una definición de la ética podría ser ésta: el arte de elegir nuestro cansancio futuro.