Hace casi un año acompañé a Inés García, mi compañera en Punzadas, a Santiago de Compostela. Le habían invitado a participar en el décimo encuentro de Cultura y Ciudadanía, organizado por el Ministerio de Cultura, que, según dice en su página web, busca “promover la participación ciudadana en cultura”. El encuentro estaba impecablemente organizado y fue muy interesante.

En una de las mesas, los organizadores hablaban de cómo había cambiado el paradigma cultural en los últimos diez años y hacían algo de autocrítica: quizás los ponentes que veis en el escenario sean de orígenes diversos, pero mirad entre el público, ¿qué veis?

Efectivamente, los asistentes al encuentro parecíamos todos cortados por el mismo patrón (o, por lo menos, por un puñado de patrones). ¿Dónde estaba entonces esa diversidad que tanto perseguían y persiguen los gestores y organizadores culturales? ¿Cómo conseguirla sin caer en el paternalismo?

Hay una conversación que no dejo de tener con personas cercanas, con amigos que también trabajan en el mundo cultural y con familiares que a ratos no entienden del todo lo que hacemos.

Cuando intento explicar que creo que los jóvenes, aun con la complicada herencia de precariedad e inestabilidad que nos han dejado, tenemos el deber de hacer las cosas mejor de lo que se han hecho hasta ahora, la respuesta por parte de “mis mayores” es casi siempre la misma: “Pero, Paula, ¡las cosas están ahora mucho mejor que hace unos años!”.

Quizás precisamente esa sea la clave: hacer un esfuerzo por buscar y encontrar el talento fuera de nuestros propios círculos

Sí, claro, les compro que es más fácil acceder a trabajos en el mundo cultural ahora que hace dos décadas, pero eso no quita que haya dinámicas que sigan reproduciendo las mismas barreras y los mismos abusos que se han dado siempre. Los favores, las redes de contactos, el infame networking, y, llevado todo esto al extremo, el nepotismo y el privilegio.

Lo que se decía en Santiago de Compostela también ocurre a la inversa: no solo el público que asiste a ciertos eventos culturales es casi siempre homogéneo, también las personas que programan dichos eventos lo son. Casi todo el mundo viene de más o menos el mismo sitio, tiene estudios (universitarios, claro) parecidos y piensa de la misma manera. Así las cosas, por desgracia las probabilidades de caer en las malas prácticas en las que han incurrido los de siempre son más altas.

¿Cómo salir de esa rueda de influencias cruzadas y privilegios concedidos a dedo? ¿Cómo dar oportunidades a alguien completamente desconocido, sin una vinculación previa con el sector? Quizás precisamente esa sea la clave: hacer un esfuerzo por buscar y encontrar el talento fuera de nuestros propios círculos.

No tengo un plan maestro para construir una cultura más abierta e inclusiva, una cultura que no se dicte desde el mismo sitio y por las mismas personas. Tampoco sé si es mi trabajo tener respuestas para esto. Evidentemente, hay personas trabajando en ello desde muchos sitios. Solo sé que desde mi pequeña parcela me gustaría hacerlo mejor, de la manera que sea, de la manera que se pueda.

Que tengo una responsabilidad y un deber, porque yo también he disfrutado de ciertos privilegios (una red económica, una familia que me apoya); que mis compañeros tienen también un deber y que hay cosas que sí estamos haciendo mejor: con más cariño, con más horizontalidad, con más paciencia, con más concienciación sobre una idea sencilla e importante: que el trabajo hay que pagarlo.

No dejo de pensar que tiene que haber un equilibrio entre reconocer los logros (pasados y presentes) y hacer un ejercicio de autocrítica constante y que en este proceso que nunca se detiene necesitaremos también a los que están satisfechos y piensan que con los logros de los últimos tiempos nos basta.