No hay una visita al Museo del Prado que deje indiferente, en pocos lugares uno puede sentirse tan reconfortado, tan halagado como visitante, tan comprendido. Por mucho que los modernos –día a día más reaccionarios– jaleen la inoportunidad de los museos, yo no puedo estarles más agradecido, y más si se trata del Prado, ejemplo para las grandes instituciones museísticas europeas.
Lo que en él se guarda es de tal calado, de tal importancia, que su presencia es un regalo incalculable para todos. No he visto mejor gesto democrático que este ofrecer y compartir. Pienso en el tesón y la generosidad que llevó a unos cuantos entusiastas a preservar las obras, ya a las puertas o durante la guerra civil española; pienso en todos aquellos que han hecho y todavía hacen posible este prodigio que dignifica a un país entero.
Sin embargo, durante los últimos años lo que me ha llevado a este museo ha sido sobre todo el deseo –bien puede llamársele necesidad– de visitar “las otras salas”, me refiero a aquellas que no están jalonadas por los maestros mayores, aquellas que no contienen las telas de Durero, Velázquez, Tiziano, Goya, Rafael, Rubens, por señalar nombres ilustres.
Cada vez es más profundo el silencio y la maravilla de los cuadros de Pedro de Campaña, de Sánchez Coello, de Luis Tristán, cuyo Retrato de un carmelita no deja indiferente; las flores de Juan van der Hamen, esas moscas pululando por el cristal de una jarra sobre un fondo casi negro, de noche perpetua; el San Jerónimo de Antonio de Pereda parece un fragmento de las Instituciones de Juan Casiano; el San Francisco de Asís, de Claudio Coello, el silencio de un rincón de Umbría.
De entre los pintores foráneos, reconozco que Van Reymerswale me detiene siempre ante sus retratos de san Jerónimo, sus manos extrañas, tentaculares, y que escuche el tintineo de las monedas de El cambista y su mujer. Lotto, Gossaert, Van Cronenburch, Grien, Jordaens. Los retratos de Antonio Moro me asombran una vez tras otra.
En El Prado reparé en cómo una gran parte de visitantes malbarata su estancia. Se amontonan ante 'El jardín de las delicias', ríen, se encogen de hombros, se aburren
Hace apenas unas semanas pude regresar al museo y reparé en cómo una desalentadora pero muy numerosa parte de visitantes malbarata su estancia: grupos de orientales que apenas se detienen ante las obras, escolares italianos que sudan y pasan como centellas delante de un Zurbarán o de un Ribera; turistas que van por los pasillos a uña de caballo y sueñan con bebidas energéticas; cuadrillas de adolescentes que se empujan bajo la mirada de desánimo de la maestra; alumnos recién llegados de Estados Unidos, con las cansinas gorras a lo Trump, que no hacen ni el más mínimo caso del tutor de la universidad privada a la que han venido a cursar quién sabe qué durante un par de semanas. Se amontonan ante El jardín de las delicias, ríen, se encogen de hombros, se aburren.
Al lado de estas patrullas ociosas, una muchacha solitaria toma nota de cuanto ve, se acerca al lienzo, mira y mira. No sabe que la observo desde hace rato con mi mayor cercanía. Un matrimonio alemán, ambos con gafas de montura fina, está pensativo ante El Descendimiento de Van der Weyden; dos francesas, de mediana edad, con aspecto de profesoras, están sobrecogidas por las Pinturas negras; un hombre escribe en una pequeña libreta mientras contempla la Santa Bárbara. Un joven muy alto, cosa cada vez más importante en el Prado, mira incrédulo Las meninas sobre una muchedumbre desconsiderada.
Siempre son los mismos: los que se preguntan las cosas, los solitarios y los necesitados de saber, los que no cuadran con las charangas, los pensativos, los que van despacio, los capaces de admirar, restos todos ellos de lo que queda de Europa.