En La forja de un plumífero, Rafael Sánchez Ferlosio decía: “Todavía escribo con el anticuado deseo de tener razón y de convencer a alguien”. Nada más lejos de la intención de quien firma este artículo, que por la generosidad y buena voluntad del director de esta por mí estimada publicación, ha sido invitado a participar en sus páginas, que a menudo convierte en intempestivas, no sé si para su disgusto (del director). He de confesar, sin embargo, que la incomodidad que me causa el hecho de opinar, de dar mi parecer, está en proporción con mi necesidad de silencio, de retiro, de alejamiento de toda cosa criada, si recordamos a Juan de la Cruz. Créanme que es así.

Desde mi infancia he transitado caminos solitarios, he escuchado la resonancia de lo que se oye a lo lejos, como la campana que cierra Andrei Rublev, la película de Andrei Tarkovsky. Es cierto, siempre he frecuentado lugares apartados, incluso cuando vivía en una gran ciudad conseguí una vida discreta y lo más retirada posible. No hay en ello misantropía ni avaricia de clausura, sino deseo de no sufrir el asalto de continuas voces, casi siempre altisonantes. Cada uno tiene la capacidad que tiene, y yo solo alcanzo a atender a los cercanos que lo son de verdad. Me traen silencio, no lo interrumpen.

El mundo civil ha hecho que el silencio sea un patrimonio de la religión, se ha despojado así de un estado de alto valor, tan ocupado se halla en producir y guerrear en razón de la violencia y el afán de aniquilar. Si el mundo laico hubiera sabido contenerse, moderarse en un silencioso hacer, si no hubiera sido un adulador de la identidad, si hubiera entendido que este aciago capitalismo es un impulsor del Tiempo, un idólatra del futuro, el callejón sin salida de una abundancia innecesaria, que es simple relleno, las cosas habrían sido distintas.

En las tradiciones, el callar, el actuar sin interferir, la humildad, constituyeron una lengua común que hoy casi nadie entiende

Lo que de verdad alimenta y abriga lo hemos olvidado, porque seguimos yendo adonde nos dicen y somos incapaces de tomar la dirección opuesta, esa que Thomas Bernhard reclamaba obsesivo en El sótano. Ir en la dirección opuesta al sinsentido de una realidad amañada, hecha de toses políticas, de ricos que cabalgan con descaro sobre lomos humanos, de profesionales del ego y adictos a cualquier forma de poder, aunque sea regentar una carbonería. Qué razón tenía Aristófanes en Los carboneros.

Tanto en las tradiciones de Oriente como de Occidente, el callar, el actuar sin interferir, la humildad, constituyeron una lengua común que hoy casi nadie entiende. El haberlo ideologizado todo nos ha convertido en los apocados comparsas de un devenir ya codificado y trazado, y a ser el aceite de su gran máquina. Ya no somos Humanidad, sino simple público. Cabe implorar que la IA nos encuentre una buena localidad, una butaca cómoda en este espectáculo, porque nosotros, según nos organizamos, solo podremos estar de pie y apretados unos contra otros.

Percibir silenciosamente la existencia, dar tiempo a reposar los hechos cotidianos, saber escuchar, no adueñarse de nada, vivir despacio, no imponer, no ser colaboracionistas, viene a ser la dieta mediterránea del espíritu, si se puede decir así, a lo llano. Ya sé que es un ejemplo inadecuado, pero es más fácil entenderse en una mesa con pocas cosas, con los alimentos justos.

Unos lo dan todo por perdido, nihilistas anihilados; otros, viven ilusionados, persuadidos de que una nueva época, justa y feliz, está a las puertas: creen en la transformación humana, en el ascenso del grado de consciencia colectivo. Pero nada será si no tomamos la dirección opuesta y si olvidamos que cuanto poseemos, sin excepción, nos ha sido dado, tal como señaló Plotino en la aurora de nuestra civilización.