Repentinos y antojadizos, así somos. Las modas intelectuales, que son tan previsibles como los cambios en el vestir, tienen la capacidad de crear un insospechado número de acólitos, dispuestos, de un día para otro, a militar en la dirección que señalan quienes las ponen en acción. Los que se adscriben a ellas cambian el lenguaje, los gestos, la alimentación y el modo de relacionarse con el prójimo, frecuentan los mismos establecimientos. El problema estriba en la consistencia de estos movimientos y en saber hasta dónde responden a una moda o si son fruto de un sólido propósito. Si atendemos a la rápida sucesión de corrientes filosóficas y sociales –en lo que llevamos de siglo ya van unas cuantas– que aparecen y, al poco, se convierten en pasado, constatamos que la inconsistencia se abre paso con facilidad.

En este sentido, cada vez más son los libros y el interés suscitado en torno a lo que se presenta como “filosofía del cuidado”. Cuidado del otro, también cuidado de sí. Dadas las circunstancias en las que nos hallamos, habitantes de un mundo violentado que proyecta la sombra de un abismo escarpado y que es capaz de enternecerse viendo llorar a Federer, es tan urgente el apoyo hacia “el otro” que esta nueva voluntad de ayuda no puede ser más loable. Un fruto de la ética, una ramificación del Bien.

Esta que ahora se toma como nueva filosofía cuenta con una lejana tradición, reavivada en el siglo XVIII con los acontecimientos de la Revolución francesa. Hoy ha resurgido con decisión. La salud –propia y ajena–, hacernos cargo de los mayores, desbrozar el breñal que son las residencias, los centros de acogida y los hospicios, atender a los refugiados, a los damnificados por las guerras y las sequías, socorrer a los sin techo, amparar a cuantos no tienen más que la mendicidad para estar al raso del mundo, es tan plausible y necesario que no ha lugar argumentar lo oportuno de sus iniciativas.

Vista la ligereza de esta época, uno no confía demasiado en que esta inclinación a la bondad sea del todo firme

Sin embargo, vista la ligereza de esta época, uno no confía demasiado en que esta inclinación a la bondad sea del todo firme. Es decir, verdadera. Conociéndonos, y más sabiendo de nuestra volubilidad, somos capaces de abandonar cualquier compromiso a la mínima de cambio, seducidos por otra propuesta más alternativa. Entre otras razones, porque a muchos los impulsa a hacer el bien una necesidad de autoafirmación que tiene en su horizonte el resplandor de un narcisismo sin remedio.

Qué buena observación la de Boris Groys, precisamente en un libro titulado Filosofía del cuidado, una obra inteligente y sensata: después de la Revolución de aquel 1789, el individuo, dice el autor, lo ha aprendido todo sobre sí mismo y por eso “sabe que tiene que temerse”. Ciertamente, si algo deberíamos haber aprendido de la Ilustración y de los años revolucionarios, que nos hicieron más resabiados, es que debemos desconfiar de lo que somos. La solipsista conciencia de nosotros mismos que nos ha sido legada no asegura que nos conozcamos y seamos mejores.

Ayudar al prójimo por amor propio es una antigua operación que ha llevado a grandes equívocos. Nos gustamos haciendo el bien, aunque pocos ofrecen algo sin ser vistos, como el rico Epulón. En la actualidad se celebran congresos sobre el cuidado, existen foros sobre este asunto, colecciones editoriales que dan una cabida especial a las obras que lo contemplan. ¿Hasta cuándo este altruismo? Es posible que el cuidado quede de nuevo arrumbado bajo la tutela del siempre criticado “Estado capitalista”, es decir, que haya quedado en un simple pasar, y que vuelvan a ser los pocos voluntarios los que procuran que la sopa aguada no llegue fría a la mesa de un comedor municipal.