En uno de sus más bellos ensayos, Michel de Montaigne reconoce que su cometido es ir detrás de los maestros, asintiendo. El aprendizaje requiere humildad y el tesón de seguir el camino, el camino de los que nos acercan al saber. Escucharlos, atenderlos, acompañarlos en la senda, a una cierta distancia por respeto, nos edifica. La tarea de aquellos que saben más que nosotros, de aquellos que han hecho de su existencia una forma de ofrecimiento, es avisarnos, ponernos ojo avizor ante las comunes y extrañas derivas del mundo. Señalarnos la inconstancia de la que somos capaces, despertarnos ante el probable error.

Una cultura es sabia en la medida que es capaz de escuchar y de corregirse. Sólo quienes lo asumen son aptos para salir de los laberintos de la ignorancia. Maquiavelo dice en una de sus cartas a Francesco Vettori que, al finalizar el día después de haber frecuentado a las gentes rudas, se asea y atilda para un encuentro con los espíritus escogidos, con sus libros. Ese instante, que sucede en 1513, lo revivimos siempre que aprendemos. Por fortuna, los maestros, las maestras, no son cosa del pasado.

Es cierto, su presencia no debe presumirse sólo en la memoria de un ayer lejano. También hoy, quienes están en el ahora y lo piensan y lo desvelan, quienes desbrozan las confusas tierras que pisamos, siguen en pie. O han marchado hace muy poco, como es el caso de dos compositores señeros, Luis de Pablo y Cristóbal Halffter, ambos nacidos en 1930. Dos vidas longevas e intrépidas. El porqué de esa audacia se explica por el desafío a las formas convencionales que a mediados del siglo XX imperaban no sólo en España y que ellos asumieron sin vacilar.

Europa también vivía en aquel tiempo una ruptura, la necesidad de un modo de decir distinto y, sobre todo, de escuchar. La conformación de la llamada “música contemporánea”, más allá del influjo inicial de la Escuela de Viena, tuvo a partir de los años 50 un florecer decisivo para la creación de un nuevo lenguaje facultado para expresar una realidad dislocada y describir el espíritu desolado que lo invadió todo tras el término de la Segunda Guerra Mundial.

La música de Luis de Pablo y Cristóbal Halffter, su arte “contemporáneo”, ha hecho que entendamos mejor una época que suena distinta

Luis de Pablo, que fuera impulsor del primer laboratorio de electroacústica creado en España, autor de un valioso catálogo premiado internacionalmente, traductor de Schönberg y Webern, incansable y decidido, fue uno de esos artistas indómitos, de los que convienen a la inteligencia. Si pensamos en el restringido panorama musical en el que tuvo que abrirse paso, que modernizó con su música y estimuló con la invitación a España de músicos como Stockhausen, Bussotti, Reich, Boulez, Xenakis, Cage y tantos más, se comprenderá lo central de una personalidad como la suya.

El próximo mes de febrero se estrenará, en el Teatro Real de Madrid, su ópera El abrecartas. Puede tomarse este acontecimiento como un símbolo de pervivencia, como reflejo de una música que sigue entre nosotros y no deja de proponer cuestiones que nos atañen. Y de igual modo cabe estimar la labor depurada de Cristóbal Halffter, más metafísico que su compañero de generación, protagonista de un pulso entre la tradición y la vanguardia, inconforme siempre, como su Réquiem por la libertad imaginada.

La música de estos maestros, su arte “contemporáneo”, no siempre bien aceptado por el público, ha hecho, sin embargo, que entendamos mejor una época que suena distinta, que nos acerquemos hoy de manera diferente al arte de nuestros días, a la filosofía y la literatura, que las obras de William Kentridge y Mona Hatoum nos sean más cercanas, más próximos los escritos de Anne Carson y László Krasznahorkai. Se trata de entender el ahora y de no postergarlo.