Bellingham celebra el segundo gol del Real Madrid en El Clásico. Foto: Reuters

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Cultura universal vs cultura local en un mundo globalizado

¿El auge de lo local es una respuesta a lo global cuando lo global arrasa sin complejos? ¿Todas las identidades son asumibles al mismo tiempo?

José Antonio Marina Jorge Freire
31 octubre, 2023 02:15

La feria de las contradicciones

José Antonio Marina. Filósofo, ensayista y pedagogo. Último libro: El deseo interminable (Ariel, 2022).

Estos últimos años me he dedicado a la Psicohistoria, es decir, a aplicar a la historia los conocimientos que nos brinda la psicología. Me interesa elaborar una historia bajo rayos gamma. Una metáfora. Los astrónomos observan el cielo con telescopios iluminados con luz visible, y ven un cosmos ordenado, donde los planetas giran en sus órbitas apaciblemente.

Pero tambien pueden observarlo con telescopios iluminados con rayos gamma, y entonces solo ven fuerzas en acción, explosiones, huidas hacia el rojo. Los historiadores suelen estudiar la historia con luz visible y entonces todo, hasta una revolución, aparece con una exterioridad bien definida. En cambio, con rayos gamma lo que observamos son las pasiones, las expectativas, los deseos que originan todos los acontecimientos. Sin conocer esta urdimbre emocional, no podemos comprender la historia.

El presente ofrece un paisaje contradictorio. Hay una cierta perplejidad en el ambiente, un generalizado no saber a qué atenerse. Se detectan numerosas contradicciones. El mundo se globaliza y se nacionaliza simultáneamente. La economía y la técnica se mundializan, los corazones se nacionalizan y las cabezas no saben qué hacer. Somos ferozmente individualistas, pero al mismo tiempo estamos obsesionados por la identidad. Es decir, afirmamos nuestra autonomía, pero necesitamos integrarnos en grupos para no sentirnos desamparados.

El mundo se globaliza y se nacionaliza simultáneamente. La economía y la técnica se mundializan, los corazones se nacionalizan y las cabezas no saben qué hacer

Vivimos en una sociedad tecnológica, pero desconfiamos de la tecnología. Basta ver los debates actuales sobre la inteligencia artificial. Valoramos la libertad, pero están aumentando las democracias autoritarias. Estamos presenciando el triunfo de Skinner, el padre del conductismo, que pensaba que la libertad es una ilusión porque nos guiamos por un sistema de premios y castigos. Queremos distinguirnos y agruparnos.

Dos detalles anecdóticos pero significativos. El uso de los pantalones rotos o de los tatuajes era contestatario, un modo de distinguirse. Ahora se han convertido en una moda, un modo de igualarse. Estamos obligados a ser felices continuamente, lo que nos hace víctimas desdichadas del síndrome FOMO (fear of missing out), la sensación de estarme perdiendo algo.

Desde la Psicohistoria, todo esto tiene una explicación. Nuestro mundo emocional es contradictorio. Somos egoístas y altruistas. Sociales e insociables. Huimos de la ansiedad pero la tranquilidad nos aburre. Las contradicciones de nuestra sociedad solo revelan que vivimos un presente emocionalmente intenso y racionalmente deprimido. Hemos renunciado a la Ilustración, y nos vemos metidos en la coctelera sentimental de un narcisismo romántico.

El postmodernismo nos ha jugado una mala pasada. Nos ha definido como “máquinas deseantes” y nos lo hemos creído. Y los sistemas publicitarios y la industria de la persuasión, especializados en suscitar deseos, tambien. Lo que me preocupa es que después de siglos de luchar por la libertad, nos estamos cansando de ella. Añoramos la cómoda felicidad de los animales domésticos. Sin embargo, fuera ruge la selva, lo que nos mete en una nueva contradicción. Somos personajes de Disney en una película de Tarantino.

No es era, sino erial

Jorge Freire. Filósofo y escritor. Último libro: La banalidad del bien (Páginas de Espuma, 2023).

6 Jorge Freire

6 Jorge Freire

¿No le dicen a usted nada los Reyes Magos? Pues compre juguetes y perfumes el día del Olentzero. ¿Le da vergüenza vestirse como un adefesio el día de Carnaval? Pierda el recato y la compostura celebrando Halloween. Si lo que nos diferencia es un carné de identidad plastificado, lógico es que plastifiquemos nuestra existencia con identidades prefabricadas y que luego dejemos un reguero de desechos. ¿No es llamativo que nos preguntemos qué hacer con la cantidad ingente de basura que generamos, pero no por qué generamos una cantidad ingente de basura? La cultura del reciclaje es, sobra decirlo, un epifenómeno de la cultura del consumo. Hoy no hay otra.

Quizá eso que llamamos identidades no sean sino marcas. Pensemos en el clásico, esto es, el enfrentamiento entre el Real Madrid y el Barcelona. ¿Hay, en principio, cosa más española? Hay, sin embargo, derbis ingleses, escoceses, italianos, alemanes; los hinchas beben las mismas cervezas en vaso de plástico, degluten las mismas salchichas en el descanso y entonan los mismos cánticos durante el partido; y el horario del partido, que enfrenta a un equipo patrocinado por una empresa sueca y a otro por una aerolínea emiratí, se decide en función del público asiático… El fútbol tiene un regusto local que es ajeno por completo a la realidad. Decía Montaigne que solo a través de lo local puede alcanzarse lo universal.

Immanuel Kant, Jane Austen, Miguel de Unamuno y Josep Pla sabían que, si el mundo es un libro, uno puede leerlo aunque nunca salga de su urbe. El agua llueve sobre todos, pero es el labrador quien, de sol a sol, la convierte en regadío.

La mal llamada “cultura global” Impide cuidar lo local porque no contempla el beneficio de las cosas, sino beneficiarse de ellas. No traduce las cosas al inglés, sino al lenguaje del dinero

¿No recomendaban los epicúreos cuidar de nuestro huerto? Toda cultura es agricultura: una urdimbre de técnica y prognosis con que separar la mies del bálago y saber por dónde sopla el viento. De ahí que el fervor de la Mancha haga de Pedro Almodóvar, según afirman los periodistas, un “manchego universal”. Al cultivar su campo, hay quien pasa de labrar el huerto de la abuela a sembrar latifundios audiovisuales. Lo local deviene común.

La mal llamada “cultura global” no es una era, sino un erial. Impide cuidar lo local porque no contempla el beneficio de las cosas, sino beneficiarse de ellas. No traduce las cosas al inglés, sino al lenguaje del dinero. Por supuesto, no nos queda sino imitar al agricultor y cuidar nuestros pagos: cuando la vida se debilita, urge fertilizarla.

Pero bien poco se puede hacer. La supuesta diversidad no es más que narcisismo de la pequeña diferencia, paroxismo de la homogeneidad masificada, cosmopaletismo. Llegar a un pueblo de Cuenca y ver que han abierto una hamburguesería en la plaza mayor es tan desalentador como instructivo. Por muchas capas de estuco con que se disimule, lo que define nuestro mundo es su capacidad homogeneizadora. Si la cultura es cultivo, hoy toda la civilización es monocultivo.

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