Historia. Ante lo extenso y lo intenso, en espacio, tiempo y acción, de la presencia española en el continente americano, parece aminorarse la relevancia de la monarquía hispánica en territorio europeo. Por ejemplo, en Italia. En la Italia que todavía no se había unificado y constituido como Estado. Antes de que pudiera hablarse, ciertamente, de monarquía hispánica, el rey aragonés Alfonso V conquistó Nápoles en 1442. A partir de ahí, con otros monarcas aragoneses, Fernando el Católico, Carlos V, los Austrias y los Borbones –incluyendo la rama siciliana–, Nápoles y Sicilia –cuando el reino de las Dos Sicilias–, independientes o no, estuvieron gobernados por reyes y virreyes españoles.

Con brevísimos interludios franceses –con Francia, España casi siempre a la greña– y, en una ocasión, austríaco, la presencia española en casi media península itálica se extendió hasta la unificación garibaldiana de 1870. Más de cuatro siglos, por tanto. Sirvan estas líneas, un tanto de trazo grueso –me temo, disculpas– para contextualizar el comienzo de ese largo periodo que queda reflejado, en pintura y escultura, en Otro Renacimiento. Artistas españoles en Nápoles a comienzos del Cinquecento (o sea, del siglo XVI), la exquisita exposición que ahora ofrece el Museo del Prado, cuya crítica ya publicó en estas páginas José María Parreño.

Goethe. Los jóvenes y ricos viajeros ingleses del “Grand Tour” –siglos XVII–comienzos del XIX– a veces descendían hasta Nápoles y, en otras ocasiones, paraban el carro en Roma, como tantos artistas europeos que quisieron conocer y estudiar la cultura y el arte italianos. En otro plano de intenciones, Goethe recorrió la península –y Sicilia– entre 1786 y 1788 y, en su voluminoso Viaje a Italia (Ediciones B), da cuenta detallada de su doble estancia en Nápoles, que le encantó sobremanera por la vitalidad y alegría de sus gentes. No se quería marchar. Pero Goethe obvió, en su relato, mencionar la huella española –salvo en una alusión a El Escorial–, eso que también visitó las vecinas Caserta y Pompeya.

[De cómo Nápoles cambió el arte español en el Renacimiento]

Fue Carlos III quien mandó construir el formidable Palacio de Caserta –en el que trabajó su luego arquitecto favorito Francesco Sabatini– y fue Carlos III –entonces Carlos VII, rey de Nápoles y Sicilia– quien ordenó las primeras excavaciones que pusieron a la vista la ciudad enterrada de Pompeya. La exposición del Prado está organizada junto con el napolitano Museo y Real Bosco de Capodimonte, cuyo edificio también mandó construir, con destino a albergar obras de arte, Carlos III.

Dickens. Tampoco Charles Dickens dijo ni mu de la huella española en Nápoles, tras visitarla en 1844. En su libro Estampas de Italia (Nórdica), Dickens se muestra mucho más reticente que Goethe con la ciudad y varias veces destaca, a lo suyo, la pobreza, los contingentes de mendigos y, sobre todo, la suciedad. En fin, está claro que me he ido de excursión histórico-literaria tras ver la espléndida exposición del Prado –44 pinturas, 25 esculturas y más cosas–, que subraya la influencia de Miguel Ángel, Rafael y Leonardo da Vinci en los artistas renacentistas españoles afincados en Nápoles en su tránsito hacia la maniera moderna de concebir el arte.

En el gran arte español anterior a Goya y al Romanticismo no todo lo bueno, ni mucho menos, fue barroco

En el gran arte español anterior a Goya y al Romanticismo no todo lo bueno, ni mucho menos, fue solo barroco. La exposición del Prado, muy pedagógica, me ha permitido pasar a tener en alta consideración a artistas como Pedro Fernández, Pedro Machuca, Diego de Siloe y varios otros. Y además da la posibilidad de contemplar La Virgen del pez, de Rafael –del pez que sostiene, a la izquierda, el niño Tobías–, posibilidad, no lo olvidemos, que tenemos a nuestro alcance de modo permanente cuando visitamos el Prado.