Olla a presión. Se dice que algo o alguien tiene mala prensa cuando su reputación no es halagadora, sino todo lo contrario. Paráfrasis mediante, podríamos decir que la familia tiene “mala literatura”, aunque muchas veces esa literatura sea buenísima. No es fácil recordar una buena novela que ofrezca una visión reconfortante de la familia. Bajo el prisma de los grandes narradores –y de los menos grandes–, la familia, tanto la presentada en una breve franja temporal de su peripecia como a lo largo del discurrir de varias generaciones –¡decadencia!–, suele ser una olla a presión de conflictos y sufrimientos.

Se diría que los lazos de sangre y de amor que están en su núcleo originario y teórico no resisten lo suficiente ante el torbellino de pecados capitales que agitan sus aguas, siempre tensadas por los roces de poder y por el choque de ideales, caracteres e intereses distintos, todo ello sacudido por los latigazos de las adversidades y los infortunios.

Tres novelas. En lo que va de curso, han cosechado elogios merecidos tres novelas españolas con la familia en su centro argumental: La familia, de Sara Mesa; Las herederas, de Aixa de la Cruz, y Vengo de ese miedo, de Miguel Ángel Oeste. Las tres dan una visión desconsoladora de la familia, y sus autores, en sus declaraciones, no han dejado de alertar de los abismos y fantasmas que agujerean y acechan el territorio familiar. Miedos, sí, y abusos, crímenes, misterios, secretos, vergüenzas, disputas, tiranías, rivalidades, traiciones… ¿Dónde queda en la literatura la idea de que la familia era –podía, debía ser– casa confiable y refugio seguro frente al viento helado que recorre la calle y la selva social?

¿Dónde queda en la literatura la idea de que la familia era -podía ser- casa confiable y refugio seguro?

Estábamos advertidos desde las tragedias griegas. Hay familias en la Biblia que dejan mancos a los clásicos de la Antigüedad. Shakespeare no los desmintió con El rey Lear, Hamlet o Macbeth. Ni tampoco Dostoievski cuando nos presentó a Los hermanos Karamazov. ¿Quién nos hizo pensar, aparte de las religiones, que la familia había de ser, sin serpiente, el paraíso perdido? No Antón Chéjov ni, mucho menos, Tennessee Williams. No sé, tal vez solo Mujercitas y, con ¡Qué bello es vivir!, y más, las comedias de Frank Capra.

Comedia. La familia, si nos fijamos, no se presta a la comedia cinematográfica risueña, a no ser que, con sus pequeños amagos de desventuras, vaya dirigida a un público infantil o, mira por dónde, familiar. Tras las inocentes e infantiles lecturas de Enid Blyton y Richmal Crompton, el mundo se oscureció cuando leí en la adolescencia Nada, de Carmen Laforet, y quedé advertido por los infiernos familiares que abruman a la joven Andrea en la casa de la calle Aribau.

Un shock, reciente el recuerdo del abuelito Isbert y el padrino López Vázquez –¡y el niño Chencho!– en La gran familia. Y antes de desembocar en los torrentes voraginosos de la edad adulta, todavía el bálsamo de las playas de Corfú. ¡Quién tuviera una madre y unos hermanos como los de Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, ahora en serie televisiva! Fue el último espejismo antes del definitivo baño de realidad.

Menos mal que en la vida no todo son heridas supurantes, la casuística es variada. El otro día volví a ver Todos dicen I Love You, de Woody Allen. ¿Quién no querría ser un miembro más de esa familia rica, bien avenida, culta, divertida y liberal que pasa la noche de fin de año en París, todos disfrazados de Groucho Marx en una fiesta y bailando a orillas del Sena? No es lo corriente, desde luego. ¿Y es siempre mentira la comedia? Philip Roth y El lamento de Portnoy pueden darnos una respuesta.