Colegialas confusas. Cuando el eximio y controvertido poeta inglés Philip Larkin (1922-1985) firmó como Brunette Coleman dos novelas breves sobre colegialas traviesas, excitadas y crueles, tenía solo 21 años, estudiaba en Oxford, era todavía virgen –según parece– y tenía en ciernes una sexualidad líquida y volátil, que luego, sin esconder su misantropía poco menos que congénita, se convirtió andando el tiempo en heterosexualidad tumultuosa: tres mujeres a la vez, y no estaba loco. Que se sepa.

No había publicado nada, fuera de revistas de campus, cuando escribió Enredo en Willow Gables y la inacabada Trimestre de Michaelmas en St. Bride, editadas ahora por Impedimenta, que se quedaron inéditas en un cajón. Mejor así, dijeron algunos críticos ingleses cuando, finalmente, se publicaron en 2002.

A la memoria con piel de elefante del admirado poeta de Un engaño menor (1955) y Las bodas de Pentecostés (1964), entusiasta de Yeats, Eliot y Auden –¿de quiénes, si no?– en la misma época, podría no sentarle demasiado bien la difusión de estas juguetonas experiencias lésbicas de muchachas de internado y college oxfordiano, con ocasionales toques sadianos. La cosa no llega a las evidencias comiqueras y de porno light de un Milo Manara, pero tienen su aquel.

En compañía de Kingsley Amis. Los investigadores han esclarecido que estas dos novelillas, previas a las dos únicas que el poeta publicó –Jill (1946) y la exitosa Una chica en invierno (1947), ambas también en Impedimenta–, formaron parte de un tráfico de cartas y relatos “lesbianos” que se traían privadamente Larkin y su amigote Kingsley Amis, de la misma quinta y siempre una mala compañía, en Oxford, entre escrituras primerizas, audiciones de jazz –PL fue crítico de jazz en el Telegraph–, charlas literarias, borracheras y escarceos eróticos multifuncionales. Y risotadas. También estudiaban algo.

Entre tanta efeméride por celebrar, el centenario del nacimiento de Larkin no ha sido muy notorio

Larkin, que dio en bibliotecario, habría tomado el seudónimo de Brunette Coleman para parodiar a una novelista para chicas muy popular entonces. El caso es que Larkin, de broma, se tomó el asunto en serio, pues inició una autobiografía de Brunette Coleman –escrita en primera persona y con voz de mujer, claro– que se quedó en fragmento y que completa el volumen de Impedimenta.

En ella, y sobre su improbable infancia, escribió: “Los pescadores eran unos hombres espléndidos. Los celtas no destacan por su estatura, pero todos eran fuertes como bueyes, y sus caras eran un reflejo de la simplicidad de sus corazones”. O sea, que diría Umbral.

El género Oxford. Lumen reedita su Poesía reunida, antológico plato fuerte de los poemarios del jovial pesimista, y este discreto y bifronte trajín viene a cuento, se supone, del centenario del nacimiento, el pasado 9 de agosto, de Philip Larkin, que, de momento, y entre tanta efeméride por celebrar –¡y lo que te rondaré!–, no ha sido muy notorio.

Lo que siempre ha sido notorio es que la literatura inglesa del pasado siglo tiene en Oxford todo un filón histórico y todo un género literario, a toda hora muy apetecible, tanto por los escritores que estudiaron o enseñaron en esa universidad –Lewis, Waugh, Tolkien, Greene, Le Carré, Golding…– como por los relatos ambientados en la gótica institución.

En España no ha habido ningún contingente de escritores visiblemente identificable con una universidad. Con tertulias y mesas de café, los que quieras. Y si los escritores ingleses fueron a decir verdad, como las regatas, de Oxford y de Cambridge, ese binarismo estudiantil se tradujo en España, al menos en Madrid y como todo, en ser del Gijón o del Lyon. Aunque la bohemia de tarde y noche diera, como tantas cosas en la vida, para una gran fluidez en los recorridos