1. Vulgaridad. ¿Qué es? La espontaneidad no educada que se pretende con la misma legitimidad que la educada. Se trata de un fenómeno radicalmente nuevo y original perteneciente al último estadio de la cultura. Por supuesto, en el pasado existieron individuos, acciones y obras artísticas vulgares. De hecho, la totalidad de la Historia anterior a la presente se caracterizaba por separar entre alta cultura, codificada en reglas que solo unos pocos dominaban, y baja cultura o cultura del “vulgo”.

Lo revolucionario de la vulgaridad contemporánea reside en su pretensión de que sus obras nada o poco regladas merecen la misma validez que las de la alta cultura. El fundamento para pretender cosa tan exorbitante reside en la dignidad igualitaria, convertida en evidencia solo en tiempos recientes: todos los hombres y mujeres tenemos exactamente la misma.

En sus años fundacionales –los sesenta y setenta del siglo pasado– la vulgaridad se reivindicó como fenómeno liberador de contracultura en tensión con el canon tradicional. ¿Qué ha pasado en los últimos veinticinco años? Que la corriente de la vulgaridad, desbordándose de su cauce, ha desplazado por completo a la alta cultura hasta hacerla desaparecer.

La vulgaridad se ha aliado con el consumismo masivo, banalizándose. La vulgaridad, en su último avatar, es una nada envuelta para regalo.

Quien cultive la cultura codificada es ahora sospechoso de anacronismo, clasismo o pedantería. En cambio, nadie se equivoca hoy si en el vestir, hablar, divertirse, sentir, relacionarse o crear elige un estilo de vida informal y desinhibido.

En lo que va del siglo XXI, las categorías de la vulgaridad se han generalizado tanto que se han constituido en norma suprema de gusto: la vulgaridad emergente ha mutado en vulgaridad triunfante, es decir, hegemónica, segura de sí misma, descarada. Y, en un inesperado giro, se ha aliado últimamente con el consumismo masivo, perdiendo su primer aliento emancipador y banalizándose. La vulgaridad, en su último avatar, es una nada envuelta para regalo.

2. Presentismo. En lo cultural, el signo de los tiempos es la vulgaridad; en lo político, la democracia liberal. Pero mientras que, en la realización histórica de ese principio, la vulgaridad constituye un estadio provisional, la democracia representa su último y definitivo estadio.

En efecto, en el pasado imperaba una “minoría selecta”, mientras que ahora manda la “mayoría no selecta o vulgar” y en el futuro lo hará, si se mantiene el progreso, una “mayoría selecta”. En suma, en la cultura sigue habiendo camino por recorrer. En política, no: la democracia liberal es el punto de llegada.

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Naturalmente, caben mejoras dentro del sistema, pero ya no un cambio del sistema. Este imperio del presente da el tono a nuestra época, obligada por responsabilidad a renunciar a la pasión de la utopía.

La situación espiritual de los últimos veinticinco años ha acentuado aún más esa tendencia al presentismo: somos una democracia consolidada y pertenecemos a la Unión Europea, y simplemente ya no puede pedirse más. Ahora la utopía es invocada solo por los enemigos de la democracia.

La alternativa a todo este “exceso de realidad” es mucho peor que la realidad misma: caudillismo, dictadura, tiranía, demagogia. Fuera de juego el antiguo bloque soviético –cuyo ideario, aunque muy averiado, era altamente embriagador para el europeo cansado de parlamentarismo–, la democracia liberal se ha quedado sin rivales ideológicos.

China, que ha prosperado económicamente en el último cuarto de siglo hasta competir con los EE.UU. por el liderazgo mundial, no es una opción verosímil, porque el estilo de vida chino no atrae a nadie fuera de sus fronteras.

En resumen, somos los mejores y, sin embargo, cosa sorprendente donde las haya, estamos enfadados

3. Descontento. Nunca ha existido en la historia de la humanidad una forma política tan virtuosa como la democracia liberal. Se trata de un éxito colectivo sin precedentes por obra de la civilización atlántica, la cual representa el mejor momento de la Historia universal tanto material como moralmente.

Sin duda, nuestra época es imperfecta, pero es también la menos imperfecta de todas las que han existido. Nadie se cambiaría por un chino de hoy, pero nadie se cambiaría tampoco por alguien de una sociedad del pasado, sobre todo si no sabe qué posición va a ocupar en ella. En resumen, somos los mejores y, sin embargo, cosa sorprendente donde las haya, estamos enfadados. Y no un poco: más enfadados que nunca.

Falta una conciencia colectiva del éxito, no se habla de este nunca y, en cambio, el discurso del enfado, la queja, la indignación y la protesta cunde por doquier: los intelectuales y los artistas cuentan con ello, excitan el malestar ambiental y al hacerlo se ganan los aplausos de la gente, que solo sabe que se siente mal y está ansiosa por echar la culpa a alguien. La realidad es el éxito, la percepción de la realidad es de fracaso.

En el último cuarto de siglo, el difuso descontento se ha acentuado todavía más a consecuencia de la crisis económica, primero, y la sanitaria, después. La falsa percepción de la realidad amenaza con arruinar la realidad misma. El origen del descontento es múltiple. En otro lugar he postulado cuatro causas y la última de ellas enlaza con la existencia de dos bloques durante la Guerra Fría posterior a la Segunda Guerra Mundial.

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El malestar inherente a la condición moderna se canalizó, durante la segunda mitad del pasado siglo, por la vía de imputarlo al otro bloque, el comunista, más allá del Telón de Acero. Pero cuando dicho bloque cayó en 1989 y dejó en el concierto de las naciones a la democracia liberal en solitario, esta no tuvo más remedio que interiorizar su propio descontento.

No son los otros, enemigos de la democracia, los causantes del malestar, sino que dicho malestar es por primera vez interior a la democracia misma. Este sentimiento es muy siglo XXI: en lugar de la satisfacción que cabría esperar por esa proeza colectiva que nos ha hecho acreedores al título de los mejores, los ciudadanos de la democracia estamos poseídos por el miedo, la angustia y la indignación, y propendemos a la demonización del otro polo en el seno mismo de la democracia. De ahí la actual polarización.

4. Pantalla. Telégrafo, teléfono, radio, televisión: gracias a estos dispositivos creados por la tecnología a lo largo del siglo XX la comunicación fue progresivamente emancipándose de las estrechas condiciones espacio-temporales a las que se sometían normalmente emisor y receptor. Aun sin estar presentes, podían comunicar de manera inmediata y cotidiana: no “en vivo”, pero sí “en directo”. Con todo, el “directo” se producía entre dos sujetos situados en la misma realidad donde ambos compartían idéntica “experiencia”.

Algo cambió con dos innovaciones sensacionales: la pantalla del ordenador y la red de Internet. Con ambos se creó un modo de estar en el mundo, llamado virtual, paralelo a la previa realidad. Este otro mundo virtual, en el que uno “navega” a través de la pantalla (“cibernético” quiere decir etimológicamente “arte de gobernar una nave”), se presentó en sociedad a fines del siglo pasado, mientras que, después, en el siglo actual, se ha generalizado a todos y a todos los ámbitos de su vida, de modo que la experiencia del ciudadano de las sociedades modernas se ha fragmentados entre lo real y lo virtual, siendo esta última una experiencia de lo ilimitado en la que aquellas condiciones espacio-temporales de la realidad han sido, no ya superadas como antes, sino abolidas.

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En la realidad, la experiencia es unitaria, común, natural, limitada, resistente a mis deseos; en la pantalla, es, por el contrario, singular, plural, construida, ilimitada, dócil a mis deseos. No hace falta referir, por bien conocidas, las ventajas de toda clase que la pantalla proporciona a sus usuarios en términos de comunicación, transmisión de datos, información, conocimiento, negocio y entretenimiento, y de ahí su imparable difusión. Pero, al mismo tiempo, esa experiencia del sujeto, dividido en dos mundos, escinde su subjetividad, la “desrealiza”.

Y si, en general, ya es arduo para el sujeto moderno que aprenda a aceptar la realidad, experimentada normalmente como resistencia, la posibilidad de instalarse a través de la pantalla en un mundo paralelo de imágenes y simulacros, más complaciente, incruento y halagador, un mundo irreal que no se le resiste sino que le provee de sorprendentes y fascinantes superpoderes, el proceso de adaptación a la realidad de la inmensa mayoría, por el que uno abandona la infancia y alcanza la mayoría de edad, se hace mucho más problemático, incompleto y tardío.

De modo que en lo que va del siglo XXI la sociedad es la más avanzada tecnológicamente de cuantas han existido nunca, pero también la más infantilizada.

5. Cosmopolitismo. Basta comparar cómo estamos ahora y cómo cien años antes para convencernos de que el mundo está en perpetuo movimiento y cambia. Ahora bien, ¿en qué dirección? Una de ellas es segura: la mundialización.

La globalización económica y las nuevas tecnologías acercan entre sí todos los rincones del planeta; la internacionalización jurídica relativiza fronteras y Estados soberanos. Ambos fenómenos se llenan de contenido moral de la mano de la dignidad democrática, la que hombres y mujeres del mundo poseemos por igual. Considerando la cual, las diferencias de raza, religión, riqueza y cultura entre las personas son accidentes secundarios. Solo hay una raza, la humanidad, y una patria, el cosmos entero.

El mundo hoy es más cosmopolita que hace cien años, y dentro de cien años lo será mucho más que lo es ahora. Y como el cosmopolitismo es invención occidental, lo más previsible es que el mundo progresivamente se vaya occidentalizado más en el futuro. 

Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965), es filósofo, dramaturgo y colaborador de El Cultural. Director de la Fundación Juan March y Premio Nacional de Ensayo 2004, es autor de la Tetralogía de la ejemplaridad (Taurus, 2014). Su último libro es Universal concreto (Taurus, 2023).