Image: Ibáñez

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Opinión

Ibáñez

22 junio, 2018 02:00

Eloy Tizón

Nunca agradeceré lo suficiente a Carlos Pardo haber tenido la gentileza de invitarme al homenaje al maestro Francisco Ibáñez, celebrado en el hotel de las Letras, que reunió a un pequeño cónclave de fans mortadelianos y filemonianos, entre los que se encontraban Manuel Vilas, Ana Merino, Esther García Llovet, Nere Basabe, Javier Moreno, Almudena Sánchez y algunos otros. Aquí está Ibáñez en plena forma, generoso y de una cercanía que me conmueve. Ese momento en que conoces en persona a un mito y tienes la oportunidad de hablar con él unos minutos y de abrazarlo. Y de darle las gracias por tanto.

Ese apellido, esa firma, unos cuantos garabatos que te acompañan desde la infancia más remota, en un barrio feísta de descampados y bloques de ladrillo deprimido, años 70, hasta hoy mismo. Un pasado en que los kioscos de prensa aún florecían de tebeos infantiles, Tiovivo, Pulgarcito, DDT, Din Dan, y el tiempo de la felicidad se medía en pesetas y no se acababa nunca. Uno podía comprar con su exigua paga semanal un puñado de esas viñetas de emoción, ¿quizá la única a nuestro alcance por aquel entonces?, y ya era millonario durante toda la tarde: dueño de los colores de la risa, del olor a tinta y disparates, del zapatófono que explota por culpa del inventor Bacterio, del caos chapucero de Pepe Gotera y Otilio.

Parecía que no, pero todo ese estropicio sin remedio también éramos nosotros y nuestra historieta titulada España, un manicomio de botones Sacarinos y Ofelias, los inquilinos del 13 rue del Percebe eran nuestros vecinos. Aquello nos reflejaba mejor que la novela y el cine sociales, tan plúmbeos, y encima era divertidísimo. Y al pie, la rúbrica de un artista genial al que sin conocerlo considerábamos ya parte de nuestra familia: la familia Trapisonda.

Lo mejor de nuestra infancia fue un tebeo y un rayo de sol y Rompetechos con un pulpo en la cabeza.