Image: Amor líquido

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Opinión

Amor líquido

por Zygmunt Bauman

14 julio, 2005 02:00

Oliva María Rubio comisaría la exposición del colectivo Fotoleve en la Fundación Canal, dentro de la programación de PHotoEspaña. "Otros mediterráneos" plantea la existencia de una única ciudad medit

En una escena del filme más humano de Andrzej Wajda -Korczak- , Janusz Korczak (seudónimo literario del gran pedagogo Henryk Goldzsmit), un héroe fílmico absolutamente humano, recuerda los horrores de las guerras libradas durante la vida de su sufrida generación. Por supuesto, recuerda las atrocidades y las condena y las aborrece tal como esos actos inhumanos merecen ser condenados y aborrecidos. Sin embargo, lo que más horror le produce es el recuerdo de un hombre borracho que patea a un niño.

En nuestro mundo obsesionado con las estadísticas, los promedios y las mayorías, tendemos a medir el grado de inhumanidad de las guerras por medio del número de víctimas. Tendemos a medir el mal, la crueldad, el escarnio y la infamia de la victimización por medio del número de víctimas. Pero en 1944, en medio de la guerra más criminal en la que se hayan enzarzado los seres humanos, Ludwig Wittgenstein señaló:
"Ningún grito atormentado puede ser mayor que el grito de un solo hombre.
O mejor, ningún tormento puede ser mayor que el que puede sufrir un solo ser humano.
Todo el planeta no puede sufrir un tormento mayor que una sola alma."

Medio siglo más tarde, presionada por Leslie Stahl de la cadena de televisión CBS, quien la interrogaba acerca del medio millón de niños que murieron como resultado del constante bloqueo estadounidense a Irak, Madeleine Albright, entonces embajadora estadounidense ante las Naciones Unidas, no negó la acusación y admitió que había sido "difícil tomar esa decisión". Pero la justificó: "pensamos que valió la pena pagar ese precio". Seamos justos: Albright no estaba ni está sola en su razonamiento. "No se puede hacer una tortilla sin cascar huevos" es la excusa favorita de los visionarios, de los voceros de las visiones respaldadas oficialmente y de los generales que actúan a instancias de esos voceros. Esa fórmula se ha convertido, con el paso de los años, en un verdadero lema de nuestros valientes tiempos modernos. Quienes sean esos "nosotros" que "pensamos", en cuyo nombre habló Albright, su clase de juicio, de extrema y fría crueldad, es exactamente lo que despertó la oposición de Wittgenstein y lo que consternó, indignó y repugnó a Korczak, decidiéndolo a construir toda una vida basada en esa repugnancia.

La mayoría de nosotros coincidiría en que el sufrimiento sin sentido y el dolor infligido insensatamente no pueden tener excusa y no serían defendibles ante ningún tribunal, pero menos están dispuestos a admitir que matar de hambre o causar la muerte a un solo ser humano no es ni puede ser "un precio que valga la pena pagar", por "sensata" o incluso noble que pueda ser la causa por la que se paga. El precio no puede ser nunca la humillación o la negación de la dignidad humana. No se trata tan sólo de que la vida digna y el respeto debido a la humanidad de cada ser humano se combinan para constituir un valor supremo que no puede ser superado ni compensado por cualquier volumen ni cantidad de otros valores, sino que todos los otros valores solamente son valores en cuanto sirven a la dignidad humana y promueven su causa. Todas las cosas valiosas de la vida humana son tan sólo vales de compra para ese valor que hace que la vida sea digna de ser vivida. Quien busque la supervivencia asesinando la humanidad de otro ser humano sólo consigue sobrevivir a la muerte de su propia humanidad.

La negación de la dignidad humana desacredita el valor de cualquier causa que necesite de esa negación para confirmarse. Y el sufrimiento de un solo niño desacredita ese valor tan radical y completamente como el sufrimiento de millones. El principio que puede resultar cierto en el caso de las tortillas se convierte en una cruel mentira cuando se lo aplica a la felicidad y el bienestar humanos.

Los biógrafos y discípulos de Korczak suelen aceptar en general que la clave de sus ideas y actos era su amor a los niños. Esa interpretación tiene sólidos fundamentos: Korczak sentía un amor apasionado e incondicional, completo y abarcativo hacia los niños, un amor capaz de sostener toda una vida con un sentido de integridad y cohesión. Sin embargo, al igual que todas las interpretaciones, ésta no abarca completamente a su objeto.

Korczak amaba a los niños como pocos de nosotros somos capaces de amar, pero lo que amaba en los niños era su humanidad. La humanidad en su mejor faceta: no distorsionada, no trunca, en estado puro, íntegra, completa en su infancia incipiente, colmada de una promesa aún no traicionada y de un potencial todavía no contaminado. Los potenciales portadores de esa humanidad nacen y crecen en un mundo más propenso a cortarles las alas que a alentarlos a desplegarlas para volar, y por eso, según Korczak, sólo en los niños se podía encontrar humanidad, y preservarla (por un tiempo, sólo por un tiempo) en estado prístino y completo.

Tal vez sería mejor cambiar los hábitos del mundo y hacer del hábitat humano un lugar más hospitalario para la dignidad humana, de modo que el ingreso a la vida adulta no comprometa la humanidad de los niños. El joven Hen-ryk Goldszmit compartía las esperanzas de su siglo y creía que cambiar los abominables hábitos del mundo estaba en poder de los seres humanos, que era una tarea factible y viable. Pero con el correr de los años, a medida que las pilas de víctimas y los "daños colaterales", provocados tanto por las malas intenciones como por las intenciones nobles, crecieron hasta el cielo, y a medida que la necrosis y putrefacción de la carne, que suele ser también el destino de los sueños, dejaban cada vez menos espacio a la imaginación, esas elevadas esperanzas perdieron toda credibilidad. Janusz Korczak conocía perfectamente la incómoda ve rdad que tampoco Henryk Goldszmit ignoraba: que no existen atajos que conduzcan a un mundo hecho a la medida de la dignidad humana, dado que es improbable que "el mundo que existe realmente", construido cada día por gente ya despojada de su dignidad y desacostumbrada a respetar la dignidad humana de los otros, pueda reconstruirse según esa medida .

En nuestro mundo, la perfección no puede imponerse por ley. No es posible imponer la virtud y tampoco se puede convencer al mundo de que adopte una conducta virtuosa. No podemos hacer que el mundo sea amable y considerado con los seres humanos que lo habitan, ni que se adecue a los sueños de dignidad que anhelamos. Pero hay que intentarlo. Y uno lo intenta. Lo intentaría, al menos, si uno fuera el Janusz Korczak que surgió de Henryk Goldszmit. ¿Pero cómo intentarlo? Un poco como los visionarios utópicos a la vieja usanza, que, tras haber fracasado en su intento de lograr la cuadratura del círculo de seguridad y libertad dentro de la Gran Sociedad, se convirtieron en diseñadores de comunidades cercadas, centros comerciales y parques temáticos… Pero en nuestro caso, lo intentamos protegiendo la dignidad con la que nace todo ser humano de ladrones y estafadores que pretenden robarla o distorsionarla o mutilarla, y emprendiendo esa labor de protección de toda una vida cuando aún hay tiempo, durante los años de dignidad de la infancia. Trataríamos de cerrar el establo antes de que el caballo se desboque o sea robado.

[Zygmunt Bauman, profesor emérito de las Universidades de Leeds y Varsovia, es considerado el sociólogo europeo contemporáneo más importante. El Cultural anticipa un fragmento de Amor líquido, uno de sus últimos libros, que FCE publica el lunes 18 de julio.]