Image: Nabokov

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Opinión

Nabokov

19 diciembre, 2002 01:00

Nabokov, por Ulises

Nabokov, con sus amados detalles, es el más cercano discípulo de Proust, aunque con una personalidad eslavoamericana muy diferenciada

Cuando su familia perdió kilómetros de bosque en la revolución, Vladimir Nabokov sólo se quejaba de que le hubiesen quitado su pequeño jardín infantil. Esto ya es un primer síntoma de esnobismo prematuro, un desprecio elegante de las grandes riquezas y de la revolución, todo al mismo tiempo. Nabokov, que escribió mucho de los exiliados rusos, apenas deja ver alguna vez la sangría de su corazón por la revolución y por el destierro. Es un tema que no le interesa y un sentimiento que guarda para sí o que sencillamente ha borrado. Dada la suprema elegancia del escritor, le hubiera resultado un poco hortera lamentar su estado de vida, la injusticia histórica y otros tópicos. Lejos de eso, se dedicó a la literatura y las mariposas.

El mundo le ha conocido por Lolita, libro con el que enseñó a los americanos a hacer la gran novela de América, anticipándose a los relatos de motel y la literatura de carretera. Nabokov dice en algún momento: "Cuando conocí a Lolita era una adorable ninfa de doce años; cuando dejé de verla era una lamentable anciana de catorce". Con esta facilidad literaria se despide Nabokov de las cosas. Años más tarde escribiría Ada o el ardor, cuya primera parte, protagonizada por una primita adolescente y pecadora, tiene mucha reminiscencia de Lolita. Quizá en la vida real el personaje de la prima dejó impacto en el escritor y esto le serviría luego para crear a la ninfa americana, aunque, por otra parte, esta ninfa tiene en sí todos los estigmas de la teen-ager, que quedan resumidos en esta frase de la novela: "Lolita era la destinataria ideal de todos los anuncios". Con esta línea queda resumido ese consumismo compulsivo de los americanos, y sobre todo de los jóvenes. El viejo esnobismo europeo de Nabokov se divierte haciendo burla de las costumbres yanquis, y, para mayor barroquismo literario, lo hace a través de una ninfa a la que adora como a una hija adúltera.

"Los detalles, mis amados detalles". Esta frase la repite en sus libros. Nabokov es un esnob que rehuye lo monumentalicio para condensar su ternura, su burla, su soledad, en una pequeña filigrana o en una mariposa (hay ya una raza de mariposas que lleva su nombre porque él supo descubrirla y aislarla). La humanidad es para Nabokov una colección de mariposas, pero con todos los detalles a favor de la mariposa. La humanidad y las mujeres le dan cierto asco, incluso las que le gustan. Con Nabokov, como con otros escritores, llegamos en este tratado a la sutil diferencia entre el dandy y el esnob. Esta diferencia radica en que Nabokov nunca quiso ser un personaje público, carece de ambición social, tan necesaria al dandy, pero se manifiesta esnob en su pasión por el ajedrez, por las mariposas, por las ninfas y, en resumen, por todo lo inútil.

Si Marcel Proust es ya la cumbre indiscutida de la novela mundial, Nabokov, con sus amados detalles, es el más cercano discípulo de Proust, aunque con una personalidad eslavoamericana muy diferenciada. Nabokov escribe novelas que tienen mucha influencia del género negro occidental, con un nudo argumental muy apretado y una recreación puntillista en los detalles. Casi siempre se trata de novelas cortas. Lo más largo que escribió fueron sus memorias. Los americanos tardaron en entender que tenían entre ellos al nuevo Marcel Proust. Como Freud, como Lacan, como Derrida, como tantos europeos, Nabokov pudo decir al llegar a América: "No saben que les traigo la peste". La peste del ninfismo y la peste del estilo. Lo que más sigue importando de Nabokov, pese a sus apasionantes argumentos, es el estilo. La novela Lolita tuvo una moda esnob y casi pornográfica en los años 60. Hasta hicieron una película, inevitablemente mala, porque el miniaturismo de Nabokov no está pensado para el cine y porque la protagonista, Sue Lyon, no era la decuada.

Nabokov fue un esnob interior que sabía muy bien aquello de que, en el ajedrez y en la vida, una vez terminada la partida, la reina y el peón vuelven a la misma caja.