Lucia-Berlin

Lucia-Berlin

Primeros capítulos

La vuelta a casa de Lucia Berlin

Lee aquí algunos fragmentos de ‘Bienvenida a casa’, una recopilación en la que Alfaguara reúne los textos autobiográficos en los que estaba trabajando la escritora antes de su muerte

11 noviembre, 2019 18:28

Hotel Mirador, Acapulco, México

Los niños vestidos de marinero pedaleaban en triciclos azules de alquiler dando vueltas y vueltas en una pista cercada con una lona roja. Taxis de colores vivos. Loros en las cafeterías con ventiladores de madera. Buddy y yo sentados en bancos de hierro forjado delante de la iglesia, Mark y Jeff jugando a las canicas con un amigo nuevo en el césped de la plaza. Castillos de arena en la playa, los niños morenos, con cubos y palas rojas, los brazos en jarras. Buddy y yo nos besamos dentro de una caseta marinera azul y blanca. Todos riéndonos en las tranquilas olas de la Caleta.

Por los postigos de madera de nuestra habitación se colaba el aroma del jengibre y los nardos, la luz de la luna y de las estrellas, el murmullo del mar. Por la mañana, bajábamos en funicular a una piscina de azulejos turquesas que había entre las rocas junto al océano. Las olas rompían en las rocas, rociándonos. Me tumbaba boca abajo en el cemento caliente, con los ojos a la altura de la piscina, viendo cómo Buddy enseñaba a los niños a nadar. Incluso cuando no los abrazaba para enseñarles, los abrazaba, o a mí.

Conocíamos a gente, en la playa, en la plaza, en los cafés. Caíamos bien a la gente, nos invitaban a sentarnos con ellos, a merendar a casa. Los bailaores de flamenco nos daban entradas para los conciertos; un trapecista nos regaló pases para el circo. Manuel, uno de los buzos de La Quebrada, vino a tomar una copa con nosotros y a partir de ahí íbamos cada domingo a comer almejas al vapor con su mujer e hijos. Pasábamos muchas veladas con Don y Maria, que llegaron a ser amigos íntimos durante años. Maria y yo hablábamos mientras Don y Buddy jugaban al ajedrez y los chicos coloreaban y leían hasta quedarse dormidos.

Salíamos a menudo a cenar con Jacques y Michele, una pareja francesa con una niñita, Marie, que jugaba con Mark y Jeff en la playa. Fuimos a fiestas en casa de Teddy Stauffer con la alta sociedad de Acapulco y con estrellas de cine, a conciertos con un médico mexicano y su esposa.

Cuando los niños y yo estábamos en Nueva York, charlábamos, a veces parloteaban ellos, pero ahora en Acapulco los tres hablábamos a todas horas, en inglés y español... ¡Los niños incluso en francés! Todo el mundo nos saludaba con un abrazo y se despedía con besos.

Justo después de que llegáramos a México, una noche me desperté y Buddy no estaba a mi lado. Adormilada, fui al cuarto de baño y le encontré inyectándose heroína. No me escandalicé tanto como habría hecho de haber sabido lo que era la heroína, lo que era la adicción. Me dijo que iba a dejarlo, a pesar de que pasaría unos cuantos días malos.

Una fuerte intoxicación por algo que ha comido, le dijimos a la gente. Diarrea, le dije a nuestro amigo el médico, que no quiso darme elixir paregórico, prescribió té y manzana. Jacques y Michele se llevaron a los niños en barca y al a playa varios días; después de eso volvimos a ir a la piscina al lado del océano, que solía estar vacía. Los niños se pasaban horas tirándose al agua y buceando sin parar. Jugábamos al Monopoly todos juntos, comíamos enchiladas suizas, tomábamos limonada. Buddy temblaba violentamente tapado con la toalla al sol.

Por fin se puso bien, y luego las semanas pasaron, ajetreadas y perezosas, semanas tan llenas de cariño... La heroína quedó en un susto, nada más. Al cabo de varios meses, estábamos listos para volver a casa, a Nuevo México. Me divorciaría de Race y nos casaríamos.

Buddy estaba casado con Wuzza,y los dos habían viajado y vivido fuera durante años, sobre todo en España, porque ella era una mujer con dinero. Buddy había estudiado tauromaquia, había seguido tocando el saxo y compitiendo como piloto del Porsche Spyder. Al final ella le insistió en que hiciera algo, así que con su respaldo montó una de las primeras franquicias de Volkswagen en el oeste; entonces los pocos conductores de VW se saludaban por la carretera.

En pocos años Buddy le devolvió el préstamo, había ganado tanto dinero que no necesitaría volver a trabajar nunca más. Buddy disfrutaba de la vida. Se le daba de maravilla. Disfrutaba de verdad con la gente y la música, los libros y la pintura. Sus siguientes pasiones serían la cultura y la historia de los nativos americanos, la fotografía y volar. Ah, y nosotros tres.

Pensábamos entonces que nuestro amor nos protegería de la heroína, que empezábamos una nueva vida. Nate Bishop vino a recogernos en el flamante Beechcraft Bonanza, un monoplano que Buddy iba a aprender a pilotar y que compró para desgravar impuestos.

Tal vez de ahí es de donde vino Babar, de nuestro avión rojo de juguete. Volábamos en círculos sobre la ciudad y sus preciosas bahías, sus arenas blancas, sus tejados y palmeras, un mar azul crayón. Ah, habíamos sido todos tan felices allí, con la anciana y el mono. A una hora de Albuquerque, Buddy empezó a temblar. Le goteaba la nariz y se le acalambraban las piernas. En cuanto el avión tocó tierra, se bajó y fue a hacer una llamada telefónica.

Edith Boulevard, Albuquerque, Nuevo México

Una casa antigua de adobe con anexos y chimeneas en la mayoría de las habitaciones. Dormitorios, baños, alace­nas y estudios se habían añadido con los años, en distintos niveles, en todas direcciones, pero cada nuevo cuarto te­ nía las mismas paredes de un metro de grosor, ventanales que daban a la piscina y el jardín. La puerta de entrada se abría a una inmensa cocina con suelos de madera, el cora­zón de la casa. En otros tiempos había sido la hacienda, en medio de hectáreas y hectáreas de pastos. Ahora estaba oculta en una zona industrial, con aserraderos y talleres de chapa cerca, entre un desguace de coches y un depósito de autobuses escolares. Detrás de nosotros, en una casita di­minuta, vivían los Lucero, con dos hijos adolescentes, mu­chos patos y pollos, y una vaca.

Aquí conocí el miedo. Miedo a los traficantes de dro­ ga, miedo a la droga en sí, el miedo que todos tenían a la brigada de narcóticos, a los otros camellos, a quedarse sin un chute. La casa, recóndita como estaba, con sus gruesas paredes que no dejaban entrar ningún ruido, aumentaba la sensación de vivir siempre escondidos, con disimulos. Con la adicción llega la necesidad de ocultar, la mentira, el rece­ lo. «Ahora solo me miras a los ojos para ver si voy coloca­ do», me decía Buddy. Era verdad.

Buddy con Jeff y Mark

Esos primeros años en Edith Boulevard fueron para to­dos una montaña rusa de momentos felices y trágicos, se­gún Buddy entrara o saliera de la heroína. Cada vez que re­caía en la droga y volvía a desengancharse, yo juraba que sería la última.

No solo era un seductor o un encanto de hombre. Bue­ no, sí, lo era. Era sexi y encantador, gracioso y listo. Ilumi­ naba con su energía cualquier lugar donde entraba. Cuando los niños lo veían, no decían simplemente «¡Hola, papá!», sino que corrían a tocarlo, a abrazarlo. Y yo también.

Escalamos y exploramos Ácoma y Bandelier, Mesa Verde, asistimos a danzas y ceremonias y asambleas indias.

Acampamos en el cañón de Chelly y en el del Chaco. Des­piertos por la noche bajo las estrellas, nos preguntábamos cómo habría sido la gente que vivía allí en otros tiempos. Entonces teníamos muchos buenos amigos. Bill y Mar­tha Eastlake, los Creeley, Liz y Jay en Taos. Buddy se sacó la licencia de piloto. A todos nos encantaba ir en avión. Al caer la tarde volábamos hacia el crepúsculo, rodeados de cúmulos rojos y naranjas, siempre hacia el oeste. Buddy a menudo volaba a Pocatello para visitar a los Dorn, o iba a buscarlos y los traía. Volamos varias veces a Boston a visitar a la familia de Buddy, parando a repostar en pueblos pe­queños por los que no pasaban autopistas, donde nunca se veían turistas, que parecían anclados en otra era. Aldeas amish, por supuesto, pero también otros pueblos remotos de Kansas y Tennessee que casi parecían hablar una lengua propia, y nos resultaban tan ajenos como nosotros a ellos. Aterrizábamos en pistas de fumigación —campos donde solo había un surtidor de combustible y una manga de viento—, llenábamos el depósito y pedíamos que alguien nos llevara en una camioneta a la cafetería del lugar, donde Buddy conseguía romper el hielo hasta con los granjeros más huraños y que hablaran con nosotros.

Volábamos a menudo a Puerto Vallarta, entonces un pueblecito al que no llegaba ninguna carretera ni las aerolí­neas comerciales. En verano, con un cielo lleno de nuba­rrones, los cuatro subíamos en el Bonanza para ver caer el sol en Albuquerque, volando bajo por encima de las estri­baciones rojas como llamas, bordeando luego las montañas para seguir los colores que se derramaban y daban volteretas hasta Arizona, y regresábamos justo cuando oscurecía. No fallaba: los niños se quedaban dormidos justo al aterrizar. Durante el verano en Edith Boulevard hacíamos barbacoas, fiestas por todo lo alto en las que comíamos langos­ ta y almejas que nos mandaban desde Maine. La piscina estaba siempre llena de niños, los chicos y sus amigos juga­ban hasta que se hacía de noche en el desierto y las chata­rrerías que había en los alrededores.

Cuando volvía a la droga, la casa se convertía en un búnker, las puertas siempre cerradas, y con llave. «Buddy está enfermo», decía yo, igual que Mamie. Solo Junie o Frankie, Nacho, Pete, Noodles venían por allí. Los depre­ dadores que lo seguían hasta el trabajo, al banco, que lla­ maban de noche a nuestra puerta. Susurros. Risas roncas en la oscuridad.

Nació David. Buddy había tenido que dejarme en el hospital para ir a casa a chutarse, así que fue el segundo hijo que nació «sin un hombre a mi lado que me diera la mano». Pero estaba loco de alegría con nuestro precioso bebé, ahora quería a toda costa estar limpio. Bastaba con tener marcas de pinchazos para que te metieran en la cár­ cel, en esos tiempos; no había programas de desintoxica­ ción para los drogadictos. David tenía solo unas semanas de vida cuando nos marchamos a Seattle, donde un médico presuntamente curaba a los adictos cambiándoles la sangre, añadiendo coenzimas a la sangre nueva. Fue una semana de pesadilla, en la que se pasaba el día entero en un cuartito asfixiante recibiendo transfusiones.

Pero las noches en nuestra magnífica habitación del Hotel Olympia eran dulces... Los dos con el bebé, hablan­ do toda la noche. Planeamos ir a vivir a México, a Puerto Vallarta, lejos de los traficantes. Dar clases a los chicos en casa, criarlos al margen de toda la violencia, la codicia, el racismo, el consumismo. Llevaríamos una vida sencilla, lim­ pia y llena de cariño.

Yelapa, Jalisco, México

Aquí está lo que escribí una vez acerca de nuestra casa en el pueblo al sur de Puerto Vallarta:

El suelo de la casa era arena fina blanca. Por las maña­ nas nuestra criada Pila y yo rastrillábamos y barríamos la arena, comprobando que no hubiera escorpiones, alisán­dola. Me pasaba la primera hora chillándoles a los niños:

«¡No me piséis el suelo!», como si fuese linóleo recién ence­ rado. Cada seis meses, el tuerto Luis venía con su mula y se llevaba la arena en las alforjas, y hacía un sinfín de viajes a la playa para traer arena fresca, blanca y resplandeciente la­ vada de la orilla.

La casa era una palapa, con el techo de palma. Tres te­ chos, porque había un armazón alto y rectangular que se abría a cada lado en un semicírculo. La casa tenía la majes­ tuosidad de un viejo barco de vapor victoriano, y por eso le pusieron ese nombre, La Barca de la Ilusión. Dentro era fresca, un espacio vasto y diáfano, con altos postes de palo fierro, travesaños atados con zarcillos de guacamote. Pare­ cía una catedral, sobre todo de noche cuando las estrellas o la luna brillaban a través de los tragaluces donde se unían las palapas. Salvo por una habitación de adobe debajo del tapanco, no había paredes.

Buddy y yo dormíamos en un colchón en el tapanco, un altillo amplio hecho con tallos de palmera. Los tres chi­cos dormían en literas en la habitación de adobe cuando hacía mucho frío, aunque por lo general Mark solía dormir en una hamaca en el salón, y Jeff fuera junto al estramonio. El estramonio, cargado de aquellos floripondios blancos que colgaban torpemente hasta que por la noche la luz de la luna o de las estrellas les daba a los pétalos un fulgor pla­teado opalescente y el aroma embriagador inundaba la casa, hasta la laguna.

Lucia y los niños, Albuquerque

La mayoría de las demás flores no exhalaban perfume y estaban a salvo de las hormigas. Buganvillas e hibiscos, achiras, periquitos, alegrías, cinias. Los alhelíes y las garde­ nias y las rosas mareaban con su intenso perfume, plagados de mariposas de todos los colores.

De noche iba con mi vecina Teodora a patrullar los huertos y los cocoteros, alumbrándonos con un farol para matar las veloces columnas de hormigas podadoras, echan­do queroseno en los nidos de esas hormigas que se comían nuestros tomates y habichuelas, las lechugas y las flores. Teodora me había enseñado a plantar con luna nueva y a podar cuando estaba llena, a atar frascos de agua en las ra­mas bajas de un mango si no daba fruta.

Jeff y Mark oscilaban entre primero y quinto curso en cálculo y ortografía. A Jeff le encantaban las fracciones y los decimales, un misterio para Mark y para mí. Mark lo leía todo, desde cuentos infantiles hasta libros para adul­tos, como Yo, Claudio. Cada mañana los chicos tenían cla­se en la mesa grande de madera. Tachando, suspirando, bo­rrando, riendo, inclinaban las espaldas morenas desnudas sobre los cuadernos de tapas jaspeadas, las libretas de ca­ligrafía.

La casa estaba construida en el borde de un palmeral de cocoteros a la orilla del río. De la otra parte del río esta­ba la playa y la perfecta bahía de Yelapa. Subiendo por las rocas desde la playa se iba a la aldea, al otro lado sobre una pequeña cala. Altos cerros rodeaban la bahía, así que a Ye­lapa no llegaba ninguna carretera. Senderos a través de la jungla por los que se viajaba a caballo hasta El Tuito, hasta Chacala, a varias horas de distancia.

El río cambiaba sin cesar todo el año. A veces profun­ do y verde, a veces poco más que un arroyo. A veces, según la marea, la playa menguaba y el río se convertía en una la­ guna. Esa era la mejor época, con los patos, las garzas azu­ les y las garcetas. Los chicos pasaban horas jugando a pi­ ratas en sus piraguas, lanzando redes de pesca, cruzando pasajeros hasta la playa. Incluso David podía manejar una canoa, y solo tenía tres años.

Después de que empezaran las lluvias venía el agua, a veces en trombas, arrastrando ramas de flores o de naran­ jos, gallinas muertas, incluso una vaca en una ocasión, y el agua correntosa y turbia atravesaba la playa con un jadeo colosal, succionando la arena, desembocando en remoli­ nos en el océano turquesa. A medida que pasaban los días el agua del río se volvía limpia y dulce, y las hoyas en la roca caliente se llenaban de agua donde bañarse y lavar.

Nuestro jardín crecía. Buddy y los chicos pescaban con arpón, cazaban langosta, traían almejas. Pasamos a ser par­ te del pueblo y de la bahía y de la jungla que nos rodeaba; vivíamos cada día plenamente, cada día con calma.

Las mañanas empezaban con el canto de cientos de gallos del pueblo, los cacareos de las gallinas de Teodora. Los chicos se sentaban a la mesa y comían copos de avena mientras Buddy y yo tomábamos café con leche en el jardín, delante de la valla que protegía las flores de los cerdos. Las gaviotas llegaban con una salva de aplausos y vítores, un aleteo entrecortado río arriba antes de bajar en picado, dispersándose hacia el mar, gritando: «Arriba, arriba, todo está en paz». Cada mañana, durante el año siguiente, cuan­do llegaban las gaviotas nos mirábamos a los ojos, confir­mando la felicidad y la gratitud que sentíamos, con dema­siado miedo para decirlo en voz alta. Y entonces dejamos de mirarnos y, que yo sepa, las gaviotas dejaron de venir.

Primero, Peggy mandó una cajita con una docena de viales de morfina pura. «Un regalito para Bud» Peggy vivía sola en una casa fabulosa en lo alto del ce­ rro. Se pasaba buena parte del día mirando a través de un potente telescopio, escudriñando la playa por si llegaba al­ gún famoso para invitarlo a su casa, escudriñando también todo lo demás que ocurría. Debía de ver a los chicos jugan­ do al fútbol con los niños del pueblo, montando a caballo por la playa, remontando el río con Juanito para ayudar a su padre a cosechar café. Debía de verlos haciendo carreras en canoa, oír el eco de sus risas que subía desde el agua. Debía de vernos charlando con amigos en nuestro hermo­ so jardín, tumbados en la playa. Debía de vernos a Buddy y a mí besándonos, debía de vernos felices. ¿Cómo fue ca­ paz de mandar aquella caja?

Y entonces, como si la adicción hubiese enviado mensa­jes con fuertes latidos, los traficantes de droga empezaron a aparecer. Tino o Víctor, Alejandro. Todos jóvenes, antiguos playeros guapos, listos y perversos. Susurros en nuestro jar­dín, risas en la oscuridad junto a la mata del estramonio.

Sur de México, furgoneta Volkswagen

Nuestra furgoneta VW tenía motor Porsche, así como otras modificaciones que la hacían buena para las duras carreteras mexicanas. Buddy y yo habíamos acondiciona­ do la parte de atrás para viajar. El asiento de atrás se trans­formaba en una cama cómoda, con una hamaca para Da­vid. Las dos puertas se abrían a sendos armarios debajo de las camas. Fácil acceso a linternas, libros, ceras de colores, agua, comida, la nevera portátil o el hornillo Coleman. Las hamacas podíamos sacarlas e instalarnos en cualquier sitio, incluso para dar una cabezada mientras los críos jugaban en una playa o un bosque.

Íbamos camino de Guatemala para renovar nuestros permisos de turistas, íbamos lejos de la heroína. Pero no había ninguna prisa. Nos quedamos unos días en Guada­lajara, pasando las mañanas en el mercado, comiendo birria, paseando por los pasillos como si visitáramos un mu­seo. Cada puesto estaba arreglado con arte y gracia, ya fueran flores de calabacín, ristras de ajos, intrincadas jaulas pintadas a mano (con docenas de especies de pájaros), cara­melos rosas y verdes, huaraches.

Había una exposición de Henry Moore en el museo. El Cordobés toreaba en la plaza. A Buddy le pareció un fanfarrón descarado, pero los chicos estaban emocionados con toda la pompa, el peligro y la gallardía. Nos alojamos en un antiguo hotel espléndido, comimos pichones, guisantes, cocina mexicana de primera. Desde allí fuimos a Ajijic. Había una fonda bonita, pero con tantos gringos, y tan borrachos, que preferimos acampar durante varios días. Así seguimos viajando hasta Guatemala. Durmiendo en el bosque junto a un río, a veces, o cerca de algún pue­blo o lugar en ruinas que pudiéramos explorar. Eso signifi­caba tan solo escalar y rodearlo y hablar acerca de lo que debió de ser en otros tiempos, y nosotros simulábamos es­tar allí entonces.

Disfrutamos de unos días fabulosos acampando cerca de Teotihuacán. Por el camino, iba leyendo en voz alta las cró­nicas de Bernal Díaz, así que era un lugar real para todos nosotros. Mark y Jeff lloraron por la traición de Moctezuma; lo consideraban un héroe. Exploramos todos los templos, pasamos horas en el museo. Los cuatro nos turnábamos para llevar a David en brazos o en el cochecito. Estuvo insoporta­ble en aquel viaje. Estaba acostumbrado a andar suelto, sin ataduras y hasta sin pañales, no paraba en todo el día hasta caer rendido por la noche. Cuando nos deteníamos en algún sitio, echaba a correr por la plaza o el café. Era tan guapo que la gente se acercaba a hablar con nosotros; hicimos muchos amigos gracias a él. Varias veces los indios le hicie­ron la señal de la cruz en la frente. Las mujeres lo besaban y decían: «Pobrecito», tan lindo y tener que vivir en este mundo cruel. La gente se prendaba de él, lo llevaban a la cocina o le daban una vuelta en brazos por la plaza.

Lucia Berlin en Oaxaca

Viajábamos bien. En carretera David se quedaba dor­mido, gracias a Dios, y los niños coloreaban o leían o juga­ban a algún juego con Buddy y conmigo. Yo le leía artícu­los o poesía a Buddy, hablábamos, reíamos. Bastaba con que uno de nosotros dijera: «¡Paremos aquí!». «Muy bien, vamos», decía Buddy, y todos salíamos, echábamos un vis­tazo, nos bañábamos en una playa perfecta, comíamos ta­cos de sesos en un puestecillo a pie de carretera con una familia encantadora, mirábamos al caballo blanco galo­ pando en el campo. Esa pasión que derrochaba. La forma en que apuraba la vida, todo. Entiendo que cayera en las drogas. Las odio por habérnoslo arrebatado.

Incluso antes de ver Monte Albán o Mitla, nos enamo­ramos de Oaxaca. Los rostros nobles de los mixtecos, los rosados y verdes descoloridos de las camisas de los jornale­ros, el color de las rocas y la tierra. La verdad antigua del lugar. Pasamos la noche en el viejo hotel colonial de la pla­za, comimos tamales de camarones enrollados en hojas de banano. Pasamos la velada en la plaza, escuchando las marimbas. Buddy y yo nos sentamos en un banco de forja con David mientras Mark y Jeff jugaban a las canicas con dos niños. Los vendedores ambulantes se acercaban a ofre­ cernos alfarería, tapices; los chiquillos nos vendían chicles. Sus voces y las conversaciones en voz baja de las parejas que daban vueltas por la plaza sonaban como trinos de pájaros: zapotecas y mixtecos hablando con la cadencia y el deje y el murmullo tan agradable al oído. Hay una canción en la que Billie Holiday canta «Love is bee­yu­ti­fal» («El amor es bello») con ese mismo trino. Había una mujer mixteca que me mostraba alhajas, o me tocaba la mejilla y decía beautiful con la misma lentitud.

Nos fuimos a la mañana siguiente. Deseosos de poner­ nos en marcha cuanto antes porque queríamos volver, con esa gente amable, distinguida y noble, a ese lugar encanta­ do y majestuoso.

En algún pueblo de Chiapas, hotel

Renovamos los visados de turistas en la frontera. En principio la idea era viajar por Guatemala, ir al lago, a co­nocer unas ruinas allí. Pero habían empezado las lluvias, Buddy se quedó sin drogas, los niños estaban con gripe, pensaba yo, pero resultó ser peor: el dengue.

Conduje bajo la lluvia, sobre el lodo resbaladizo; todos iban gimoteando y vomitando. Finalmente llegamos a un pueblo. Me paré en la primera casa de adobe para pregun­tar si había algún alojamiento por allí. Tanto el anciano como su esposa negaron con la cabeza. Dijeron que podía­mos quedarnos en su cobertizo hasta que remitieran las lluvias y la carretera fuese transitable. El cobertizo estaba en el granero, justo al lado del corral. Todo estaba mojado, la lluvia se colaba a chorros. Frío y humedad y olores nue­vos, caca de pollo, caca de vaca, caca de caballo, caca de cabra. El cobertizo estaba tan sucio que no podías sentarte, solo hice un poco más de sitio para cambiar a David, corté tela para limpiarlos a todos de diarrea y vómito. Buddy se­ guía encogido y temblando muchísimo en el asiento de de­lante*

* Este último capítulo estaba inacabado en el momento de la muerte de Lucia.