María Victoria Atencia. Foto: Instituto Cervantes.

María Victoria Atencia. Foto: Instituto Cervantes.

Poesía

María Victoria Atencia, el fruto de una voz

Bienvenido sea este Premio Nacional de las Letras para descubrir y quedarse deslumbrados con una poesía que invita a escucharla, a convivir con ella.

Más información: La poeta María Victoria Atencia, Premio Nacional de las Letras 2025

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A sus casi noventa y cuatro años –que cumplirá el próximo 28 de noviembre–, la concesión del Premio Nacional de las Letras a la poeta malagueña María Victoria Atencia es un acto de justicia (más poética que nunca).

Con todo, más importante que los reconocimientos que ha ido obteniendo a lo largo de los años, empezando con el Premio Nacional de la Crítica en 1998 a su libro Las contemplaciones y siguiendo, por mencionar algunos, con el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca en 2010 y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2014, es el aprecio universal que su obra sigue concitando entre los lectores más atentos y exigentes.

Así Guillermo Carnero, quien, allá por 1984, editó la primera antología importante de su poesía con el título Ex Libris. Luego vendrían, entre muchas otras, A este lado del paraíso (2010), realizada por Francisco Ruiz Noguera, o El fruto de mi voz (2014), a cargo del poeta Juan Antonio González Iglesias.

Hace apenas cuatro años la profesora Rocío Badía Fumaz editó su poesía completa con el título Una luz imprevista (Cátedra, 2021). La profunda y sostenida coherencia de esta voz no ha pasado desapercibida para quienes tienen ojos para ver, oídos para escuchar… y espíritu para comulgar.

Inscrita por edad en la llamada generación del 50, es evidente que Atencia se ha sentido más cómoda dialogando con ciertas vetas de la poesía novísima –cercanas al barroco y el modernismo españoles y a su gravitación sobre el grupo cordobés Cántico– y también con los poetas de los ochenta y posteriores que han asumido con naturalidad la lección del culturalismo.

El lugar moderadamente excéntrico que ocupa (al que ha contribuido su gusto por las ediciones artesanales, casi invisibles) la ha convertido en una presencia seductora cuyo magisterio se renueva de manera natural porque no es impuesto ni llama la atención sobre sí. Le basta con el poder irradiador de su palabra.

María Victoria Atencia empezó a publicar muy pronto, apenas cumplida la veintena, pero sus primeros títulos, de carácter no venal –Tierra mojada y Cuatro sonetos–, son un esbozo necesariamente juvenil de lo que vendría más tarde.

Tras la publicación de Arte y parte y Cañada de los ingleses en 1961, la poeta ingresa en un silencio editorial que dura quince años y se quiebra, felizmente, con la aparición de Marta & María en 1976.

Es entonces cuando llama la atención de los lectores jóvenes y se convierte, poco a poco, en una figura imprescindible de nuestra poesía.

A ese recomienzo, que se completa con El mundo de M. V. (1978), le siguen dos etapas más: una de consolidación que va desde El coleccionista (1979) a Paulina o El libro de las aguas (1985), en la que, según Rocío Badía, "las referencias a la pintura, la música y el arte se multiplican"; y otra de plena madurez expresiva y espiritual que comprende libros centrales como El puente (1992), dedicado a Praga, el ya citado Las contemplaciones (1997), El hueco (2003) o El umbral (2011).

Aquí estamos ya en un ámbito donde las fronteras entre realidad, arte, viaje y sueño se difuminan sin excepción, creando un espacio-tiempo otro, distinto, en el que la poeta se mueve con gracia, sin prisas ni agobios, pendiente únicamente de esos "vislumbres" –esa luz imprevista– que iluminan y completan la existencia.

En todos ellos, no obstante, comparecen las constantes de un mundo que, en sustancia, ha permanecido invariable sin dejar de hacerse más hondo y entrañado con el paso de los años: elipsis, brevedad, reticencia emocional y preciosismo expresivo; pero también los estímulos del viaje y del arte, el diálogo sostenido con los objetos y las presencias cotidianas, la lección de equilibrio del mundo natural, las iluminaciones del sueño…

También algo más, que confiere a esta poesía su coloración afectiva: el latido del tiempo, su espesor, sus pérdidas, que es también la capacidad de la autora para reconocerlas y asumir el rasgón –el hueco– que abren en el tejido de la existencia.

Escuchemos, por ejemplo, este "Ofelia" (tomado de Marta & María) que resuena con todo el poder de sugestión acumulado por infinitas representaciones previas:

Recorreré los bosques, escucharé el reclamo
en celo de la alondra, me llegaré a los ríos
y escogeré las piedras que blanquean sus cauces.
Al pie de la araucaria
descansaré un momento y encontraré en su tronco
un apoyo más suave que todas las razones.

Prendida de sus ramas dejaré una corona
y el agua por mil veces repetirá su imagen.
Adornará mi pelo la flor del rododendro,
inventaré canciones distintas de las mías
y cubriré mi cuerpo de lirios y amarilis
por si el frescor imprime templanza a mi locura.

Mi impresión es que la omnipresencia del alejandrino en los poemarios de la década de 1970 ha llevado a muchos –pues ha seguido siendo el metro predilecto de la autora– a celebrar la hechura y el acabado clásicos de sus poemas; en resumen, a poner el énfasis en su innegable elegancia.

Pero más determinante que el metro –que en ella nunca ha sido una horma mecánica– es la sutileza del decir, la capacidad de la sintaxis para tomar el hilo de la frase y extenderla barrocamente, sometiéndola al ir y venir del pensamiento.

Son numerosos los poemas que se componen de una sola frase que se desovilla verso a verso, apoyándose en encabalgamientos, subordinadas, repeticiones (de estructuras, de palabras, de sonidos incluso).

Y esta dilatación sintáctica convive con la contracción de versos rotundos, memorables y sonoros como aforismos: "una lágrima puede / comprometer el curso de las constelaciones"; "los arrebatos tienen sus regresos de frío"; "como si yo estuviera aún muerta de ti".

Después de todo, aquí es tan importante lo que se dice, lo que se declara, como lo que se esconde o guarda bajo llave.

Llegué de manera bastante temprana a Atencia gracias al consejo de buenos lectores amigos y a libros como los ya citados Ex Libris, El puente o también De la llama en que arde (1988), pero confieso que no fue hasta Las contemplaciones cuando la fuerza y sutileza de su voz se me impuso definitivamente y me arrastró con ella.

Y veo ahora que poemas como "Monte Celano" o "Algo de vida" dejaron su huella en mi propio trabajo. Así ocurre con casi todos los escritores que importan: hay un libro que llega en el momento justo y nos sirve de puerta de entrada.

Bienvenido sea este Premio Nacional de las Letras a María Victoria Atencia si hace que nuevos lectores, de repente, abran la puerta de uno cualquiera de sus libros.

Son afortunados: aún pueden descubrirla y quedarse deslumbrados con una poesía que invita a quedarse y escucharla, convivir con ella.