Poesía

La Generación del 99

García Martín selecciona la última poesía

3 octubre, 1999 02:00

El crítico y poeta José Luis García Martín, respetado y temido, lo reconoce sin ambages: las antologías de poesía joven envejecen más que ningún otro libro, si bien "cuando el tiempo pasa nos permite ver cuáles eran en cada momento los futuros posibles". De eso, de futuro y poesía, está cargada La generación del 99 (Nobel), una selección de veintiocho poetas de la que ofrecemos algunos fragmentos en los que García Martín justifica su elección

La poesía de Benjamín Prado

(Madrid, 1961) se caracteriza por su brillantez ingeniosa, su carácter narrativo -muchos poemas nos los cuenta alguien distinto del autor- y el gusto por la enumeración culturalista (como en el poema "Cada mañana").
Pocos poetas, para desconcierto de algunos lectores, tan diversos como Jesús Aguado (Madrid, 1961), intimista y metafísico, narrativo y lírico, chocarrero y hondo.

La formación clásica de Aurora Luque (Almería, 1962) -es profesora de griego- le ha permitido aunar en su poesía tradición y modernidad de una manera insólita. Sus versos, escritos con un toque de humor y de melancolía, de elegante desenfado, vivifican los mitos clásicos.

Amalia Bautista (Madrid, 1962) ha escrito casi toda su breve obra en endecasílabos blancos. Es la suya una poesía que podría incluirse dentro de la "línea clara" que con tanta insistencia ha predicado Luis Alberto de Cuenca. Sus poemas detestan lo borroso, lo abstruso, la imaginería de corte irracional.

En El amigo imaginario, su primer libro importante, nos cuenta José Antonio Mesa Toré (Málaga, 1963) la historia de un personaje que es y no es él mismo, un héroe descreído que se mueve, a juicio de Antonio Jiménez Millán, "entre la pasión y un leve hastío que, según parece, es rasgo generacional" [Rovira, p. 144].

Pocos poetas de ningún tiempo han sabido expresar el tempus fugit y el carpe diem con una pasión, una verdad y un lenguaje tan rigurosamente contemporáneo como Vicente Gallego (Valencia, 1963).

La poesía de José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) es una poesía de tonos grises, de sutiles distingos, una poesía analítica que no gusta del énfasis ni del canto. Con la precisión de un cirujano, con palabras sin brillo, disecciona los sentimientos, las razones del hastío, los tramposos entresijos del vivir humano. No busca la belleza, sino la lucidez.

José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) gusta de la música del alejandrino y del tono conversacional, aprendidos ambos igualmente en los modernistas menores. Hay en sus versos una extraña mezcla de metafísica desgana y de afán de trascendencia.

Los poemas de Juan Manuel Villalba (Madrid, 1964) nos cuentan con nitidez historias llenas de sombras, que sacan a la luz la ambigöedad de lo real, la inmisericordia cotidiana.

La poesía de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964), hímnica, pindárica, luminosa, contrasta con la de la mayor parte de sus contemporáneos; es una poesía que canta a la plenitud y la belleza del cuerpo humano.

ángela Vallvey (Ciudad Real, 1964), que se inicia en la literatura como narradora, es autora de dos libros insólitos: Capitanes de niebla, que trae al verso el mundo exótico de la piratería y los relatos juveniles de aventuras, y El tamaño del universo, poesía que alza los ojos de la cotidianidad -tema recurrente en sus coetáneos- para admirarse ante las raras leyes que mueven el sol y las estrellas. En su último libro, ángela Vallvey nos recuerda unas veces a la poesía china y otras a los poetas dieciochescos que también sabían ver poesía en el rigor de la ciencia.

álvaro García (Málaga, 1965) es un poeta minimalista que descree de las grandes construcciones retóricas. Sin alardes barrocos, desdeñando los juegos de ingenio, no condescendiendo nunca con la falacia patética, álvaro García consigue en sus mejores poemas desvelarnos las bambalinas de lo real con una seca intensidad que contribuye a hacerlos más inolvidables.

Hay cotidianidad y misterio en los poemas de Eduardo García (Sao Paulo, 1965), un poeta que ha querido evitar "el rancio olor de la retórica" para sustituirlo por la naturalidad, la plasticidad, el afán de comunicación. No son escasos los poetas de los últimos años que se han planteado los mismos objetivos, pero pocos los que han conseguido como él una tan engañosa transparencia.

Los poemas de Luis Muñoz (Granada, 1966) buscan unir precisión y vaguedad, como quería Verlaine, y apoyarse en el matiz sugerente antes que en la narratividad o en la anécdota, aunque no la excluyan, como no excluyen tampoco "la vigilancia permanente sobre los agotamientos expresivos del lenguaje" para evitar el riesgo de la retórica consabida.

El realismo psicológico, más frecuente en la narrativa que en la poesía, encuentra en José Luis Piquero (Mieres, Asturias, 1967) uno de sus más destacados representantes. Desde la precoz madurez de su libro Las ruinas (1989) hasta su última entrega, Monstruos perfectos (1997), nos ha ido mostrando con cruel impudor las interioridades de su personaje poético, las tripas de barro y trapo que se ocultan tras el brillo repintado de las apariencias.

Como una "alegoría sucesiva" quiere Pelayo Fueyo (Gijón, 1967) que sean considerados sus poemas, obsesivos poemas llenos de espejos y de rosas. Son poemas difíciles de traducir a términos racionales, como todos los poemas que valen la pena, pero no oscuros; muy al contrario: de una deslumbradora y amarga lucidez.
Poesía de la serena meditación la de Antonio Manilla (León, 1967), un poeta que gusta de retener en sus versos la emoción del paisaje, del paso de las estaciones, pero no por mero afán impresionista, sino como "correlato objetivo" de su visión del mundo.

Heredero de Juan Ramón y de Gómez de la Serna, Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, Cantabria, 1968) considera que el ritmo, la metáfora y la emoción hacen al poema. Pero el poeta que parecía que iba a hablarnos siempre de La eterna novedad del mundo ha acabado por encontrarse, según el título de su último libro, con El mundo hecho pedazos. Y su palabra se ha vuelto menos colorista, más honda y desengañada.

En Por la secreta escala, Javier Almuzara (Oviedo, 1969), el más horaciano de los nuevos poetas, cultiva un decir sentencioso y memorable que no duda en bordear el tópico clásico porque acierta siempre a recrearlo con emoción y verdad.

Javier Rodríguez Marcos (Nuñomoral, Cáceres, 1970), que ha hecho del viaje uno de los temas fundamentales de su labor literaria, comenzó escribiendo una poesía con mucho de impresionistas anotaciones de un viajero curioso que no desdeña el viaje interior. Sus poemas han seguido luego un proceso de progresivo despojamiento, prescindiendo de ciertos amaneramientos y de ciertas melancolías, buscando una pobreza que cuando se consigue es la mayor de las riquezas.

Como un monólogo autobiográfico concibe Ana Merino (Madrid, 1971) su poesía, pero como un monólogo en el que no se reconoce por completo porque quien habla es muchas veces el lenguaje mismo.
Desolación, minuciosa desolación existencial hay en Escombros, la breve y única entrega que Marcos Tramón (Oviedo, 1971) ha publicado hasta la fecha. Con sintaxis minuciosamente precisa trata de dejar constancia del sinsentido de vivir. Un toque de ironía contrasta con alguna que otra ingenua pincelada y les da un tono de desengañada verdad adolescente a unos versos que en vano tratan de ocultar su fervor neorromántico.

Como un poeta realista, al que le interesa más "la comunicación que la expresividad" se ha definido Pablo García Casado (Córdoba, 1972). Siente "devoción por el dato y la exactitud en las formas", persigue que las palabras evoquen "imágenes nítidas y precisas".

Hay ironía y sarcasmo, junto a un toque elegíaco que nunca quiere condescender con el melodrama, en la poesía de Silvia Ugidos (Oviedo, 1972). Ella misma ha avisado contra una interpretación demasiado literal del tono autobiográfico de sus poemas: "pienso que el poema nace de un sentimiento intenso y verdadero, pero ocurre muchas veces que para desarrollar esa impresión de intensidad o autenticidad hay que acudir más que a la realidad al concepto de verosimilitud".

En clave de funambulesco humor se escriben muchos de los poemas de Carlos Martínez Aguirre (Madrid, 1974), un poeta que en su primer libro, La camarera del cine Doré, ha querido escapar del tono sentimental y desgarrado que adoptan muchos primeros libros. Es la suya la poesía de un buen lector, de un autor tímido que sólo de tarde en tarde y como a pesar suyo nos deja ver que este libro de pastiches y parodias es algo más que un excelente cuaderno de ejercicios.

La poesía de Martín López-Vega (Llanes, Asturias, 1975) es la de un coleccionista de lejanías, de versos ajenos, de objetos robados a la avidez destructora del tiempo. Autor de una gran precocidad, su último libro, La emboscada, nos muestra al melancólico viajero que protagoniza la mayor parte de sus poemas dispuesto a emprender otros viajes más secretos y peligrosos por oníricas regiones, habitadas siempre por fantasmas de rostro a la vez aborrecible y familiar.

Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) considera el coloquialismo "un recurso más", del que se vale con cierta frecuencia, "como lo puedan ser las imágenes surrealistas o las escatologías de los simbolistas franceses", aprendidas en Baudelaire y Rimbaud.

El primer libro de Carmen Jodra Davó (Madrid, 1980) ha sorprendido a críticos y lectores por el buen conocimiento que su muy joven autora mostraba de las más diversas técnicas poéticas. Las moras agraces es, sí, como han señalado sus detractores, un cuaderno de ejercicios "a la manera de", pero no es sólo eso. Las dudas, los apasionamientos, los descubrimientos de una adolescente se expresan con belleza, verdad y humor. Pocas veces las esperanzas puestas en un nuevo poeta, a quien todavía le queda todo por vivir y por escribir, habrán estado tan justificadas.