Image: Black Dog: Los sueños de Paul Nash / Potemkin

Image: Black Dog: Los sueños de Paul Nash / Potemkin

Novela gráfica

Black Dog: Los sueños de Paul Nash / Potemkin

Dave McKean / Pablo Auladell

11 enero, 2019 01:00

Ilustración de Dave McKean en Black Dog: Los sueños de Paul Nash

ECC Ediciones. Barcelona, 2018. 120 páginas, 17,95 € / Libros del Zorro Rojo. Barcelona, 2018. 120 páginas, 19,90 €

El pintor británico Paul Nash (Londres, 1889-1946) y el cineasta soviético Serguéi Eisenstein (Riga, 1898-Moscú, 1948) fueron dos artistas tan contemporáneos como opuestos en la manera de afrontar su tiempo como creadores. El primero fue fiel a una suerte de neorromanticismo a la hora de reflejar, con notorio pesimismo, sus vivencias en el frente durante la Primera Guerra Mundial; el segundo, cultivado en el constructivismo, fue un entusiasta y optimista servidor de la revolución bolchevique, de cuyo Ejército Rojo formó parte. A Nash le angustiaba la destrucción del orden natural, la ruptura dramática entre el hombre y su entorno; a Eisenstein le interesaba promover los ideales que animaban a una causa que le acabaría devorando. El inglés quería llevar a sus conciudadanos, en un tiempo "sin palabras, sin dios, sin esperanza", el mensaje de una verdad amarga que tenía lugar a pocas millas de su isla y hería por igual al paisaje y a sus mejores hijos; el soviético, en cambio, no se interesaba por los sentimientos individuales, sino por unos arquetipos que encarnaran las dimensiones míticas de la batalla transformadora que la revolución había venido a desarrollar. Nash ejecutaba unos cuadros que él consideraba "balbucientes",

Nash y Eisenstein están en el origen de dos álbumes que, por su audacia, no deberían pasar inadvertidos

llenos de dudas, dirigidos al corazón de sus espectadores; Eisenstein creaba unos espléndidos artefactos, lección atemporal del uso del montaje, plenos de estímulos encaminados a causar un efecto mecánico y asertivo en su público.

Uno y otro artista están en el origen de dos álbumes que no deberían pasar inadvertidos, aunque simplemente fuera por los riesgos que han asumido sus creadores, Dave McKean (Maidenhead, Inglaterra, 1963) y Pablo Auladell (Alicante, 1972), en una época en la que casi todo parece estar regido por un conformismo en el que la menor disidencia es considerada una estridencia fuera de tiempo y lugar.

Ilustración de Pablo Auladell en Potemkin

McKean, de sobra conocido por sus trabajos con Grant Morrison (Asilo Arkham) o Neil Gaiman (Casos violentos), así como por el irrefutable Cages, asumió su encargo desde la total empatía con la causa de Nash. Y, con un alarde de técnicas y de gramáticas antitéticas, dialoga con el quehacer y la personalidad del pintor a través de quince sueños imaginados que recuperan las incertidumbres que le animaran a aquél, tan vigentes hoy como entonces, acerca de los peligros que conlleva la escisión entre la Humanidad y los valores que la fueron conformando. De modo y manera que esta obra es mucho más que una evocación sombría de la Primera Guerra Mundial.

El trabajo de Auladell también responde a un encargo: el centenario de la Revolución Rusa, concretado en la película El acorazado Potemkin que en 1925 realizara Eisenstein, que gozó aquí, como en La huelga (1924) y Octubre (1928), de una libertad que poco después sería puesta en entredicho por los comisarios culturales de turno. Nuestro premio Nacional de Cómic 2016 podría haber optado por elaborar un juguete posmoderno, tan del gusto contemporáneo, con el que traducir al cómic uno de los títulos más legendarios de la cinematografía silente. Y, sin embargo, fiel a la máxima de que la recreación forma parte sustantiva de la creación, conversa con la "bellísima mentira" del cineasta, consciente de su inequívoca grandeza, pero sin mimetizarla (antes bien, sometiéndola a la misma y personal mirada que proyectara en su día sobre El paraíso perdido de Milton) ni someterse a sus engranajes.