Image: El jugador de ajedrez

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Novela gráfica

El jugador de ajedrez

David Sala

26 octubre, 2018 02:00

Traducción de María Serna. Astiberri. Bilbao, 2018. 128 páginas, 21 €

Casi todas las adaptaciones al cómic de un texto literario suelen resultarme decepcionantes debido a la trivialización a la que parecen condenadas. No porque la historieta sea un arte menor sino porque suelen apostar por recrear únicamente la trama en detrimento de matices que a menudo son lo realmente sustantivo y singular.

David Sala estructura todo el álbum como una partida de ajedrez en la que un movimiento determina el siguiente

David Sala (Décines, Francia, 1973), que ya me había deslumbrado por algunos trabajos con el guionista Jorge Zentner, también publicados por Astiberri, se vale aquí de la última nouvelle que escribió antes de su suicidio Stefan Zweig, al que en las últimas décadas vuelve a sonreír una popularidad similar a la que disfrutó en vida, para poner en pie una obra que resulta una excepción a ese mal de la simplificación. La anécdota, que tengo grabada en mi memoria por el hecho de haber sido la primera película calificada para mayores de dieciocho años que me dejaron ver durante el franquismo (dirigida por Gerd Oswald en 1960), nos habla del encuentro, a bordo de un barco, entre un gran campeón de ajedrez y un misterioso individuo que, por mor de una serie de avatares personales, acabó por hacer del ajedrez una obsesión. Y ambas, película y cómic, desde distintos presupuestos, salen airosas del empeño por las mismas razones. Una de ellas es, sin duda, el poderío visual, que confiere a los personajes una relación con sus vestimentas y con los objetos que se traduce en que, en los muchísimos momentos de calma que pueblan el relato, no dejen de ocurrir permanentemente cosas.

Bola suspendida (1930-31) y, a la derecha La nariz (1947)

Pero el principal de esos logros es que Sala estructura todo el álbum como una partida de ajedrez, en la que un movimiento determina el siguiente, ante un lector que se va viendo implicado, y al que el creador ayuda con un orden narrativo presidido por una falsa frialdad, la misma con que los personajes se nos van individualizando sutilmente fieles a una partitura invisible.

Nada más lejos, pues, del efectismo que es hoy moneda común en muchos álbumes, en los que una aparente densidad no hace sino enmascarar la impotencia para integrar coherentemente todas las piezas.

Ahora bien, y al margen de lo apuntado, el único hándicap de este libro para recibir la respuesta del lector es que, muy en la senda estética de Alberto y Enrique Breccia, hay una pulsión en este autor por conferir al dibujo una excelencia que algunos de los primeros teóricos de la novela gráfica anatemizaron con el peregrino argumento de que el virtuosismo estético constituía una rémora para el componente literario, que era el que a ellos más les interesaba, aun a fuerza de una disociación orgánica que parecía preocuparles bien poco. Y así nos va.

Frente al blanco y negro de aquel filme que a ratos me angustió, Sala ha optado por una luminosidad controlada que algunos sectores de la crítica han relacionado con la plástica de los secesionistas vieneses. Un interesante reto más a tener en cuenta en la medida en que la gama cromática contribuye a generar una concienciación hipnótica y extática. Última vuelta de tuerca de un trabajo sencillamente impecable, que les recomiendo complementar con la película Stefan Zweig: Adiós a Europa (Maria Schrader, 2016) para introducirse un poco más en el espíritu fatalista que impregna este álbum.