Image: Chicas muertas

Image: Chicas muertas

Novela

Chicas muertas

Selva Almada

10 julio, 2015 02:00

Selva Almada. Foto: Guillermo Valdéz

Random House. Barcelona, 2015. 192 páginas, 15'90€ E-book: 5'99€

Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973) es una de las escritoras que más repercusión han tenido últimamente en su país, con éxito de público y casi total unanimidad crítica (las voces discordantes suelen cuestionar el grado de lucidez de la autora sobre los límites del realismo lingüístico en su propia obra o su capacidad de sostener ese registro). El año pasado, Lumen rescató su novela Ladrilleros, una pieza estupenda que exige cierto grado de conocimiento o curiosidad sobre la sociedad y el habla argentinas y que a veces roza, yo creo que deliberadamente, lo melodramático. En septiembre, la división española de la editorial Mardulce hará lo propio con su primera novela, El viento que arrasa, un texto breve y contenido, más cercano a la literatura sureña norteamericana (predicador, Dios, calor y desamparo) que a lo que suele entenderse, reductivamente, como"literatura argentina".

Son dos buenos libros, aunque no definitivos, a los que ahora se suma para el lector español una crónica, Chicas muertas, que aprovecha a la perfección, sin apenas virguerías transgenéricas, las posibilidades de ese molde textual: no ficción precisa, sólo un poco especulativa en las zonas de sombra de las historias que cuenta, y políticamente comprometida con un problema urgente, el de la violencia de género y el femicidio. Ambos conceptos son utilizados explícitamente.

El libro se encabeza con una dedicatoria "a la memoria de Andrea, María Luisa y Sarita", es decir sus tres protagonistas asesinadas o desaparecidas, y luego se encomienda a una cita de Susana Thénon que es una llamada a mirar de frente el grito de una mujer: a partir de ahí, Almada muestra una Argentina provincial, rural, misógina, en la que la violencia sobre ellas está naturalizada, empezando por la mirada y el verbo hasta llegar a la violación (a menudo en manada), la tortura, el asesinato.

Se acumulan casos registrados por la policía y la prensa, sedimentados en la memoria popular, y se evidencian las raíces culturales y sociales del problema: no es casual que una víctima se vista para su última cita echando mano "de su ropero de muchacha pobre", o que los festejos supuestamente democráticos del país coincidan de forma siniestra con la pesadilla de una desaparición. Es interesante que la escritura de Almada, quizás algo más neutra que en los otros libros suyos, apenas necesite subrayar todo ese trasfondo para que resulte diáfano y lúcido. La escritura es contenida, la violencia se expone de forma seca, sin contemplaciones ni espectacularización. Si tuviera que resaltar una sola virtud del texto, diría que no se permite ni una sola frivolidad, el respeto a las historias que rescata es escrupuloso.

Pero hay más puntos valiosos. Destacaré tres: primero, la implicación de la investigadora Almada en aquello que cuenta, distanciada de la autoficción más reiterativa y situada en un plano secundario pero revelador. Segundo, sus visitas a la Señora, una vidente que intenta entrar en contacto con las almas de las víctimas; es evidente que se trata del extremo más discutible de Chicas muertas, pero está resuelto con una naturalidad que le permite a la narradora reflexionar sobre su propia labor. Y tercero, en conexión directa con su obra narrativa, la aproximación al interior de las vidas familiares. En algún caso, hay una sombra de sospechas impronunciables que le permite a Almada, limitada por la naturaleza escrupulosamente real del material que trabaja, hacer un dibujo muy perturbador de matrimonios, maternidades y paternidades.

El ‘Epílogo' contiene un incómodo final en el que la mirada de Almada se detiene en una vieja historia de la propia familia, porque la mancha se extiende por casi todo. Chicas muertas es una crónica tensa, exacta, que afronta con seriedad un tema aún más serio.