Image: El diablo a todas horas

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Novela

El diablo a todas horas

Donald Ray Pollock

8 febrero, 2013 01:00

Donald Ray Pollock. Foto: OBF

Traducción de Javier Calvo. Libros del Silencio, 2012. 370 pp., 23'90 e.


Donald Ray Pollock (Ohio, 1954) había llevado una vida más o menos proletaria, desde luego anónima, hasta que en 2008, superada la barrera de los cincuenta años, se convirtió en un escritor de culto al publicar su primer libro. Los relatos de Knockemstiff eran algo más repulsivos que la novela que ahora reseñamos, y casi tan adictivos y excelentes. Pero es que El diablo a todas horas es una pieza mayor. Y eso que su arquitectura, aunque muy solvente, se rige por estrategias bastante obvias; pero el sentido del ritmo, la contundencia de su prosa, su brutal sentido del humor y la determinación casi profética que impulsa cada página se nos imponen. Pollock remueve el caldo séptico (tan familiar) del Mal con una seriedad admirable, mostrando la violencia en estallidos que merecerían ser versículos traducidos por un laico.

El diablo a todas horas se compone de varias historias que van sucediéndose o cruzándose en el escenario de un Ohio ungido en vómito: un hombre quiere salvar a su esposa enferma sacrificando animales sobre un "tronco para rezar"; hay predicadores enfebrecidos y otros perversos, todos sórdidos; hay una pareja de asesinos en serie, y un sheriff corrupto; y ocupando el centro de esta red, encontramos a Alvin Eugene Russell. Siendo un niño, le vemos rezar junto a su padre, al principio en silencio; luego, cuando la desesperación los posee, chillando. La respuesta es terrible, porque no se produce. Alvin aprenderá a combinar su capacidad para una vida moral con la necesidad de golpear cuando debe hacerse.

Las relaciones paterno-filiales son aquí un acorde constante. Es curioso que Knockemstiff y El diablo a todas horas empiecen igual: con un chaval descubriendo la violencia gracias a su padre. Y con la felicidad de ese chaval. A partir de ahí, la orfandad lo recorre todo. Una suicida piensa en su padre desconocido, que la recuerda a ella cuando llega el final; un asesino fotografía a su víctima "como si fuera un bebé" acunado por su madre. Por encima de todo ello, la relación paternal más abstracta, imposible de imaginar: Dios en silencio. Que el siglo XXI empiece con una obra necesaria volviendo a hablarnos de esto es descorazonador.

Durante la lectura, me tienta una comparación: estos personajes, esos charcos de sangre, recuerdan a Flannery O'Connor. Es una tentación equívoca: O'Connor es una católica sureña atisbando el misterio; El diablo a todas horas es otra cosa. Y sin embargo… O'Connor escribió que los escritores sureños tienen debilidad por los monstruos "porque todavía somos capaces de reconocerlos". Al contrario y desde Ohio, Donald Ray Pollock lo puebla todo de monstruos sin misterio, pero todavía es capaz de reconocer a quien no lo es: como la abuela Emma. O como Arvin, pese a las vengativas palizas que es capaz de infligir. Otro tópico dice que Pollock recuerda a McCarthy: también es cierto, tampoco es lo mismo. Pollock es un artista genuino.

En ese almanaque de chifladuras contemporáneas titulado Nueva cultura del Apocalipsis, editado por Adam Parfrey, Sondra London escribe: "a su propio estilo preconsciente, los asesinos son artistas, que expresan profundos temblores sísmicos. ¿Cómo se pueden descifrar los mensajes crípticos inscritos en sangre?". Los asesinos en serie de Pollock no son tanto artistas como sacerdotes exiliados, nostálgicos del ritual. Son huérfanos. La traducción de Javier Calvo, por cierto, es prodigiosa.