Image: Brooklyn Follies

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Novela

Brooklyn Follies

Paul Auster

16 marzo, 2006 01:00

Paul Auster. Foto: Chema Conesa

Traducción de Benito Gómez. Anagrama, 2006. 320 páginas. 18 euros

Novela diferente a cuantas le dieron fama, como La trilogía de Nueva York (1985-1986), pues parece escrita con guantes. Brooklyn Follies exhibe la habitual riqueza de estilo, impecable e innovador, de Paul Auster, si bien suena un poco a concierto de música barroca, enormemente agradable al oído, pero quizás con una intriga un poco fácil.

Su lectura no sugiere un ensueño, pero la acción novelesca ocurre en un espacio acolchado. Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) escogió Brooklyn, la urbe que existe a la sombra de Nueva York, como escenario físico porque resulta el lugar perfecto para contar esta historia: la vida de un grupo de seres vista a nivel de la persona, sin ningún glamour.

Auster conoce Brooklyn bien, porque allí reside y es donde redactó la novela. A pesar del tono sencillo, asequible de la obra, percibimos el esfuerzo creador, la narración de un argumento lleno de aconteceres cotidianos, las comidas hechas fuera de casa, las conversaciones con amigos, los recados, etcétera. Se inserta así en la corriente central de la mejor narrativa actual, que refleja un período humano donde las preocupaciones ideológicas, los discursos religiosos o sociales reflejados en la novela tradicional, están siendo sustituidas por las emanadas de la precaria realidad de la vida, de las cambiantes relaciones entre hombres y mujeres, del desarrollo ecológico de la tierra, el terrorismo, y así. La voz narrativa no impone sus valores sobre el mundo representado, simplemente relata una historia, entre las miles posibles. Las palabras como Dios, justicia social o derechos humanos, huelgan por su ausencia en esta narrativa que algunos denominarán postmoderna. Dios sí aparece en su forma menos atractiva, en la religión neurótica de una secta cristiana del sur norteamericano.

Las coincidencias entre los mejores novelistas anglosajones como Ian McEwan (Sábado), Bret Easton Ellis (Lunar Park), John Banville (El mar), J.M. Coetzee (Hombre lento) Alan Hollinghurst (La línea de la belleza), son enormes; su mirada se fija en el aquí y el ahora. Todos utilizan o bien la figura de un escritor o una simple conciencia para filtrar sus historias. Parece como si las novelas fueran en busca de Henry James, de un centro de conciencia narrativo desprovisto de preconcepciones, que simplemente percibe la vida como se le va presentando, y así nos la cuenta, sin filtro ideológico que interprete para el lector la historia. No se documenta el yo de los personajes, se les deja vivir y se describe lo que sienten, sus percepciones, desprovistas de la opresión de muletas ideológicas.

Nuestra novela cuenta la historia de Nathan Glass, un jubilado agente de seguros de vida, divorciado, y recién recuperado de un cáncer de pulmón, que decide establecer su residencia en Brooklyn, para pasar el tramo final de la vida subsistiendo día a día, pero gracias a la casualidad, resulta que un sobrino suyo, Tom, trabaja en una librería cercana a su casa, y así comienza la línea argumental a llenarse de encuentros, con otros miembros de la familia, muchos de los cuales andan necesitados de cura sentimental o simplemente de echar un remiendo a su vida, y Nathan es la conciencia que nos guía por la travesía que suponen las incidencias del relato.

Nathan se dedica en sus ratos libres a redactar un libro, El libro de las locuras de los hombres, donde cuenta los sucesos extraños que le han ocurrido. Sabrosas historias que complementan las microhistorias de los personajes de la obra, su hija, el marido, la hermana de Tom, su marido, su hija, el inefable Harry Brightman, y bastantes más. Todo ello muy bien ordenado y coherente, quizás la casualidad es utilizada con manga ancha, pero no nos quejamos. Hay dos momentos, cuando Tom y Nathan piensan en comprar un motel en Vermont y vivir una existencia idílica, o el rescate de su sobrina de manos de un fanático religioso, que suponen un ajuste de cuentas con dos iconos del 68, el rechazo de lo urbano y el fácil encuentro con lo trascendental. Hemos entrado en una era nueva: la obra se cierra el 11 de septiembre, cuando dos aviones se estrellan contras las torres gemelas…

Paul Auster estrena en Brooklyn Follies una manera narrativa, quizás más suave, pero tan excelente como la anterior. A cuantos piden una obra entretenida para leer, les puedo decir simplemente: aquí tienen una.