Image: Fantasmas del invierno

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Novela

Fantasmas del invierno

Luis Mateo Díez

23 septiembre, 2004 02:00

Luis Mateo Díez. Foto: Carlos Miralles

Alfaguara. Madrid, 2004. 358 páginas, 23 euros

Concluida con El oscurecer (2002) la trilogía de Celama y reeditada en El reino de Celama (2003), espacio imaginario ya imprescindible en la narrativa española última tras la búsqueda de nuevas vías por la modalidad de la novela corta, magistralmente practicada en El diablo meridiano (2001) y El eco de las bodas (2003), L. Mateo Díez vuelve a dar cumplida muestra de su fecunda plenuitud literaria con otra novela excelente.

Fantasmas del invierno recrea un mundo en el que confluye lo más granado de la obra del autor, desde la provincia en la posguerra en aquella "urbe romanizada y emputecida" en que se localizan sus primeras novelas, con extraordinario despliegue de imaginación y humor en el arte de contar historias, hasta la inevitable referencia de Celama como ejemplar indagación en lo más hondo de nuestra memoria colectiva con el fin de salvar del olvido toda una cultura ya extinguida, pasando por la irrupción de elementos fantásticos o sobrenaturales como en El paraíso de los mortales o El diablo meridiano y el adensamiento conceptual, las implicacio- nes simbólicas y la concentración estilística de las últimas novelas.

Fantasmas del invierno se localiza en una ciudad (de la provincia del hombre, por decirlo con Canetti) ya conocida en El paraíso de los mortales y en la novela corta Pensión Lucerna. Ordial es un espacio urbano empobrecido por los reflejos de la ruina que han transformado la ciudad de antigua en vieja. La historia novelada transcurre en un invierno de la posguerra a finales de los años cuarenta, con el perenne recuerdo de los horrores de la guerra en las noches de insomnio de sus gentes. Entre los numerosos personajes que componen el protagonismo colectivo sobresale el comisario Alicio Moro, cuya actuación garantiza el desarrollo de una leve intriga en la investigación de algunos sucesos recientes como el asesinato de un niño en el hospicio. Pero la atención del relato se centra en el espacio exterior e interior de miseria y desolación que todo lo ha destruido, no sólo en la vida de unas criaturas azotadas por el hambre, el miedo y el frío sino también en su íntima soledad y en su visión del mundo sin futuro. Para ello el autor ha cuidado con mimo los recursos que le son propios en la recreación de este paisaje fantasmal, desde los epígrafes de las tres partes hasta la brevedad de cada uno de sus cien capítulos.

Lo primero que salta a la vista es la recurrencia de fenómenos con simbolismo negativo en la vida de Ordial. Como ya se indica en el título de la primera parte, la ciudad ha sido invadida por "los lobos" procedentes del monte, vive bajo el frío de "la nieve" (destacada en el epígrafe de la segunda) y su centro geográfico está en el hospicio ("Desamparo") donde malviven abandonados "los niños" (título de la tercera). Añádase la presencia constante de otros elementos significativos en la configuración simbólica de este microcosmos de perdición y desgracia como son la noche, la niebla, el ruido de bombas y motores, los muertos arrojados al río y el silencio impuesto por la autoridad, y comprenderemos en toda su magnitud la tragedia de un mundo condenado al olvido. Hasta tal extremo, que el mismo Diablo prefiere abandonarlo y volver al Infierno. Porque todo se ha alterado en el orden natural de las cosas, según se indica con la presencia de lobos en la ciudad y su adaptación como perros proscritos o en la terrible conclusión final sobre la muerte de la inocencia.

Algunos de los rasgos característicos de la obra de L. M. Díez que aquí se manifiestan con más intensidad son, además del acusado simbolismo comentado, la explotación de lo onírico en sus últimas narraciones como fuente de las más íntimas ansias y frustraciones de sus criaturas y la proliferación de muchos personajes con sus respectivas historias engranadas en el tejido novelístico y con los nombres y apellidos de cada uno como signo de interés del autor por lo concreto, por la existencia de cada ser humano en su individualidad. También sigue aflorando el humor, pero en ráfagas dosificadas entre tanta penuria y melancolía, por ejemplo en las disparatadas emisiones de una radio clandestina o en las visitas de Franco a la comarca para despedir a la Legión Cóndor o inaugurar una central eléctrica, dejando sin la esperada comilona a los invitados del lugar, y para pescar la gran trucha moribunda que alguien ha envenenado o cebado en exceso. Y todo ello contado en una prosa de sabia factura clásica, con suma precisión y riqueza desde su contenido aliento poético hasta el eficaz empleo de frases hechas en los abundantes diálogos.