Image: Lo real

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Novela

Lo real

Belén Gopegui

28 marzo, 2001 02:00

Anagrama. Barcelona, 2001. 387 páginas, 2.900 pesetas

Gopegui aborda problemas que no pueden resultarnos indiferentes, aunque no siempre encuentre la forma narrativa idónea para albergar la densidad conceptual de sus historias

Con un ritmo hasta ahora inalterado, Belén Gopegui (Madrid, 1963) ha ido ofreciendo, desde que se dio a conocer en 1992, una novela cada tres años. Cada nueva aparición en los escaparates de esta escritora es una garantía de seriedad. Se trata de una autora de bien ganada reputación: no frivoliza con su tarea y aborda problemas que no pueden resultarnos indiferentes, aunque no siempre encuentre la forma narrativa idónea para albergar la densidad conceptual de sus historias. Lo real es perfectamente reconocible como obra de Belén Gopegui, no sólo por su característico estilo narrativo, sino porque, una vez más, surgen en sus páginas motivos ya presentes en sus novelas anteriores. De forma diferente, los relatos de la autora giran siempre en torno a un fracaso, y son una evocación nostálgica y, a la vez, implacable de las ilusiones que se desvanecen con el tiempo, de los sueños que no llegaron a realizarse y, en último término, del difícil logro de la felicidad. En el caso de Lo real, la historia se sitúa en unas coordenadas históricas precisas, desde los últimos años del franquismo hasta el ingreso de España en la Alianza Atlántica. En este marco transcurre la vida de Edmundo Gómez Risco, hijo de un industrial salpicado por el escándalo de Matesa, que se forja muy pronto un proyecto de conducta al prometerse a sí mismo que "no será señor mas dejará de ser criado" (pág. 192). O bien: "Algún día él, Edmundo Gómez Risco, viviría sin rendir cuentas a superior alguno, viviría sin temor a represalias que le impidieran alimentarse, alimentar a los suyos, cobijarlos y tener felicidad. Algún día él viviría tranquilo [...], libre de las intromisiones, libre del mando y la obediencia, libre también de la emulación, del deber de desear la aprobación de aquellos a quienes no estimaba (págs. 260-261).

Claro está que el ansia ilimitada de libertad personal, el deseo de ser autosuficiente, de no tener que depender de nadie, tropieza con las cortapisas impuestas por una estructura social férrea que convierten la aspiración inicial en algo inalcanzable, y, de hecho, las diversas etapas por las que pasa el personaje concluyen con abandonos, rupturas o fracasos. El único medio de ir creando las condiciones para lograr la anhelada libertad, que acaba por estar unida al poder y al dinero, consiste a la postre en dominar a otros mediante el chantaje y la extorsión; un precio demasiado caro, porque sólo dejando a un lado la moral de la conducta se consigue encontrar el camino de la felicidad, aun a costa de dejarlo sembrado de cadáveres. Como en La conquista del aire, el logro de cualquier tipo de bienestar personal implica necesariamente haber erosionado el bienestar o la dignidad de otros. Como un nuevo Quijote, Edmundo planea una existencia independiente y libre de ataduras que pronto se revela imposible en la tupida selva de la realidad. Por eso su situación postrera, conseguida al margen de la ética, tiene mucho de claudicación; recuerda el resignado final de algunos personajes barojianos, y también, como en no pocos cierres de Baroja, acaba significativamente con una puesta de sol.

La narración está encomendada a Irene Arce, una realizadora de televisión que colabora con Edmundo, lo que permite jugar con una perspectiva cercana y, al mismo tiempo, distanciada de los hechos, que, por otra parte, se ven contrarrestados de vez en cuando, como si de una tragedia antigua se tratara, por los comentarios de un coro que ayuda a subrayar la singularidad del personaje central. Es discutible la pertinencia de ese coro, avulgarado con sutil eficacia en sus razonamientos y es su lenguaje. Y pesa tal vez demasiado la tendencia de la autora a la ampliación explicativa y al discurso ensayístico, todo lo cual, junto con algún diálogo, merecía más rigurosa selección. (¿Es aceptable que dos muchachitos digan "tú y yo somos dos adolescentes tomando café un viernes por la tarde"?). La escritura de Belén Gopegui es pulcra, aunque no exenta de algunos deslices y usos mejorables: "curriculums" (pág. 192), "un brevísimo instante" (pág. 191), "las antípodas" (pág. 58), "Plantas de producción" (pág. 19), "dan por hecho las cosas" (pág 196). Nada que no pueda rectificarse con facilidad y que, pese a todo, no empaña la excelente calidad general de la prosa.