Image: Los 70 años del monstruo

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Novela

Los 70 años del monstruo

Plena vigencia del Frankenstein de Whale

10 enero, 2001 01:00

Frankenstein no da miedo, aunque todo el mundo le respeta. El monstruo creado por la mano maestra de James Whale en 1931 sigue paseando su tosca inteligencia por las calles de nuestra imaginación. Los setenta años de este monstruo tierno y entrañable es la edad de un cine distinto basado más en la imaginación que en el artificio virtual de los efectos especiales. Con este motivo, el escritor Jorge Berlanga realiza un perfil del personaje que ha seducido ya a varias generaciones.

Un enorme grito: "¡Fronkostin! ¡Me llamo Fronkostin!" Así exclamaba Gene Wilder avergonzándose de sus ancestros en la versión paródica que Mel Brooks hizo de uno de nuestros mitos, hasta que la sangre de Frankenstein acaba imponiendo su voluntad regenerativa.

La de un personaje literario que cobró todo su vigor y grandeza simbólica gracias al cine. Poco podía imaginar la tímida, pacata y perturbada Mary Shelley que la novelita que escribió para aliviar el tedio de unos días con mal tiempo acabaría cobrando una existencia insospechada, como una criatura que desbordase los límites de la creación para alcanzar una dimensión sobrenatural. Más que del siglo diecinueve, Frankenstein pertenece a la iconografía del siglo veinte, o lo que específicamente podríamos llamar su monstruo, muchas veces confundido con el malhadado científico.

Aunque podríamos ir más lejos y afirmar que el extraño ser instalado para siempre en las entrañas de nuestros temores y fantasías ni siquiera pertenece a la imaginación de la señora Shelley, sino a una pareja de esos personajes de otro mundo que de vez en cuando aparecen en éste, como pueden ser un cineasta atormentado, dandy, amante de las delicadezas y de los horrores, llamado James Whale, y un actor de corte atípico, con una naturaleza abismal y facciones más allá de los tiempos, con un nombre tan sugestivo y estremecedor como Boris Karloff.

Karloff es un hombre del teatro expresionista de sombras que llega a Hollywood para adueñarse asombrosamente de la pantalla. Inventa una figura, un maquillaje, capaz de combinar la ternura de un espíritu desvalido con el aspecto más escalofriante.

Se eleva la cabeza hasta coronarla con una azotea plana, empalidece su faz para hacer temblar hasta a la fotografía en blanco y negro, oscurece sus ojos, mostrando el vértigo de la muerte viva, endurece los labios que luchan por expresar la confusión por encima de una garganta remachada. Se hace amar y odiar al mismo tiempo. Se nos revela como la imagen especular de nuestras pesadillas, recordándonos que, aun siendo humanos, podemos ser monstruos.

Podríamos decir que en los tiempos de la clonación y las alegres manipulaciones del genoma, la fantasía de Frankenstein nos llega a parecer casi una ingenuidad, y sin embargo se fortalece como símbolo, apareciéndosenos una y otra vez en las noches de tormenta y desazón.

A Karloff no lo pudo superar ni el mismísimo Bela Lugosi en su alucinada decadencia, interpretando al monstruo en Frankenstein meets the Wolfman, ni tampoco el formidable Christopher Lee en la época de la Hammer, alternando la encarnación de Drácula (que, por cierto, también cumple sus setenta añitos) con la del ser remendado. Muchos han sido los actores que han querido desafiar la imagen del genio, sin conseguir quitárnoslo de la cabeza (mejor ni comentar el esfuerzo reciente e inútil de Robert de Niro a las órdenes del relamido Kenneth Branagh). Seguimos estando, setenta años después, en 1931, cuando los Estudios de la Universal Films eran una puerta al infierno dentro del paraíso, cuando Whale podía buscarle una novia al monstruo en 1935, una Ela Lanchester con ferolítico cardado y mecha marcando una estética para generaciones del siglo XXI.

Los herederos del peculiar doctor Frankenstein ya no tienen que disimular llamándose Fronkostin ni nada parecido. Ahora tienen muchos nombres, y hasta se llevan premios Nobel. Pero su criatura, aquel torpe e irascible engendro, sigue presente en nuestro corazón, con ese hermoso pánico que nos produce la monstruosidad eternamente rediviva.