Ilustración de portada de 'Tamaño natural. El erotismo berlanguiano'

Ilustración de portada de 'Tamaño natural. El erotismo berlanguiano'

Ensayo

Berlanga: mordazas, bondage y zapatos de tacón

Publicamos en exclusiva uno de los capítulos de 'Tamaño natural. El erotismo berlanguiano' (Renacimiento), un recorrido por todas las caras de esta afición del maestro, que más allá de lo mostrado en su cine, se consagró un erudito en el arte de la concupiscencia y el fetichismo

11 junio, 2021 18:35

Fetichismo y sadomasoquismo

«¡Que sepa todo el mundo que no hace falta ser un
malvado o un pervertido para que le gusten los zapatos de
tacón divertidísimos, altísimos y que le dan otra presencia
y otra calidad a las piernas de una mujer!».
Luis García Berlanga,
Bienvenido Mister Cagada de Jess Franco

«El hecho de que un hombre ate a una chica jugando
bajo su consentimiento y con el mismo placer que su pareja
y se hagan unos nudos preciosos y complejísimos y que
ella lo pase tan bien como su pareja mientras hacen el acto
ritual de ponerla en una cruz de San Andrés —siempre que
no haya angustia no deseada— es absolutamente permisible
e incluso recomendable».
Luis García Berlanga

A Berlanga le erotiza casi todo lo que la mujer viste en contacto directo con su piel y de ahí que más que el desnudo completo, le excite la idea erótica en la que —bajo cierto ritual—, un hombre vaya vistiendo a su pareja. Por el cosmos fetichista del director desfilan medias, ligueros, sedas, zapatos o lencería, un universo donde sin duda el tacón de aguja es el rey. La fama de fetichista que le persigue es enriquecida por sus comentarios públicos en una época en la que estos temas son tabú; ya en la Transición los medios terminaron por colocarle el sambenito. Berlanga es uno de los primeros en España en declararse amante del fetichismo y del sadomasoquismo sin tapujos y sin miedo de que le tacharan de guarro (Bigas Luna). Precisamente son éstas dos ramas del arte erótico —y del Arte en general— por las que el director siente predilección. En concreto admira el bondage y la inmovilización, ese virtuoso arte de atar a la mujer y esposarla sin hacer daño. Le divierte y estimula ese juego consentido de servidumbre y esclavitud.

No es extraño que Berlanga sienta atracción por estas prácticas. Quien es inteligente tiene imaginación y la imaginación tiene lados oscuros, aunque el director reconoce no practicar sus filias como debería porque a su mujer «no le gustan esos temas». A María Jesús le ruborizan ese tipo de juegos y nunca ha participado de estas rarezas, algo que él siempre ha respetado porque en el fondo, si no es a gusto de todos, el juego resultaría muy onanista. Por otro lado, Berlanga asegura ser un monógamo completo que nunca ha cometido más infidelidad que la infidelidad a sus propias fantasías. Aun así, es consciente de que con tanta provocación su mujer ha aguantado mucho. ¡Claro que no le hace ninguna gracia tanta promoción! Pero hasta cierto punto lo admite y condesciende con las fanfarronadas de su marido, y es que, del dicho al lecho Berlanga se pierde en caminos fantasiosos donde los límites los pone la sociedad, o más bien, los valores heredados. El director confiesa que siempre le ha costado encontrar el coraje de la seducción y sobre todo, le frena su propia torpeza, o más bien, la pereza de ponerse en marcha en busca de placer. Así que al final —después de tanta promoción—, en el seno de su familia, «el gran erotómano» se siente el presidente español de los calzonazos y deja eso de la seducción a la mujer, porque le resulta mucho más cómodo.

Por otro lado, al ser un hombre independiente sin prejuicios de ningún tipo, siente la obligación moral de defender la normalización del erotismo, es más, apoyar estas prácticas es un compromiso con sus ideales, ya que está convencido de que el erotismo, lejos de hacer daño, es un vehículo de fraternidad universal. Le aburre que los convencionalismos marquen lo que está bien y lo que está mal. Así, mientras el sexo anal u oral y el uso de estimuladores gozan de una amplia aceptación social, otras prácticas quedan ocultas en hipócritas sombras. Berlanga cree con vehemencia que la liberación sexual es un gran paso para terminar con la falsa moral. Por eso las parafilias o prácticas tabú más vituperadas como el fetichismo, son las que Berlanga viene a desempolvar con desenfado. En sus películas los fetiches que aparecen son muy variados porque la mentalidad fetichista raras veces se ciñe a un solo fetiche, aunque sí suele hacerlo a una misma parafilia. Para el director, este erotismo del fetiche es poco amigo de rituales de cortejo, va al grano y una vez elegido el objeto de deseo, ya sin prisas, se disfruta de otro tipo de ceremonia, bien con el vestuario o las ataduras. Como hemos visto, estamos ante un seductor pasivo. El tiempo de cortejo y seducción hastía a Berlanga, que prefiere ser elegido y mimado sin mover un dedo, dice estar acostumbrado a que le seduzcan a él… Aunque, al fin y al cabo, reconozca que el placer se encuentra tanto donde uno lo busca como donde uno no se lo espera. En cualquier caso, tira de imaginación para librarse tanto de relaciones fugaces como de las que exigen demasiado tiempo y trabajo. Por lo general, en la fantasía berlanguiana, el placer se ciñe a la manipulación del objeto deseado. Hablamos de un fetichismo exacto y preciso que en ocasiones abarca un amplio abanico y admite zonas neutras, pero casi siempre es categórico y objetual. Si el erotismo está en la mente, lo suyo es alimentar la imaginación para que a la hora de la verdad ella misma se las ingenie y lleve las ideas a la práctica. ¿De qué sirve un juguete erótico si uno no sabe qué hacer con él, si no tiene ideas, escenas, perversiones o fantasías, sobre todo fantasías, que quiera realizar? La ventaja de esta imaginación es que no admite decepciones y uno puede invocar a su voluntad sus fantasmas privados, marcarles el ritmo, la postura, desnudarlos o vestirlos a su antojo. Además, todo son ventajas porque el tribunal social no puede juzgar lo que no ha pasado.

La adoración del fetichista por el objeto es tal, que cualquier forma de satisfacción sexual ha de derivar de ello. No es necesario que el objeto esté presente, baste con que sea producto de la fantasía sexual. Como hemos visto, para Berlanga el fetiche es inherente al cuerpo, y aunque es más fetichista de objetos que de la anatomía, no dejan de erotizarle las piernas y confiesa sentir verdadera pasión por las cicatrices (estigmatofilia). En un momento determinado de su vida, ya en la madurez, se sorprende a sí mismo cautivado por el cabello femenino, una atracción completamente normal que llevada a la obsesión —no es el caso— puede llegar a la tricofilia. En los cálculos mentales del director lo erotizante deviene en un 20% de la mujer y en un 80% de su panoplia fetichista. En cualquier caso, el fetiche para Berlanga se convierte en una fantasía erótica que condimenta la relación, pero no en la relación per se. Hablamos de un fetichista confeso, pero no obsesivo. ¡Haz de su pecho mi pañuelo, hazle una liga con mi deseo amoroso!, exclama el Fausto de Goethe a propósito de su amada condenada a muerte. Para Berlanga —y esto ha de quedar claro—, el fetiche precisa siempre de la participación femenina. Aunque sus admiradoras insistieran en regalarle zapatos, él no practica el cohabitacionismo, es decir, el objeto en sí no le crea placer, aunque ahí quede como recuerdo. Fervoroso partidario del liguero y de las medias con costura —dos fetiches para los que siempre ha deseado fundar un club de admiradores—, es también devoto de los corsés, los bodies y las bragas que dejan el sexo al descubierto o que lo cubren resaltándolo de alguna manera. En este terreno prefiere la ropa interior blanca o negra, no roja; en cambio para los labios, las uñas y los trajes de señora prefiere el fucsia. Cuando a propósito del rodaje de París-Tombuctú, Concha Velasco va a reunirse con Berlanga, la mujer del director, María Jesús, aconseja a la actriz que acuda vestida de fucsia.

En Tres ensayos para una teoría sexual, el padre del psicoanálisis se refiriere al fetichismo como una manifestación perversa, aunque entendemos que esa perversión solo apunta a un comportamiento o conjunto de prácticas sexuales que en la época no se ajustaban a lo socialmente establecido como sexualidad normal. Así entiende Berlanga «perversión»: como algo no socialmente aceptado. El hecho de que a uno le diviertan unos zapatos de tacón no te convierte en un ser perverso. Es decir, una práctica perversa no te convierte en un ser malvado que causa daño intencionadamente. Asumido el término, encontramos que los personajes de sus películas suelen acusarse entre ellos de pervertidos y todos lo reconocen orgullosos. De hecho, en el corto La vida siempre es corta que dirige Miguel Albadalejo durante el rodaje de Todos a la cárcel, Berlanga hace un cameo en el que le tachan de pervertido y el director sonríe a cámara encantado.

El objeto erótico ideal para Berlanga es sin duda el zapato, en concreto el zapato de tacón altísimo, modelo salón y escotado, que deje ver el nacimiento de los dedos, pero nunca atado al tobillo con una pulsera, ya que interrumpe la prolongación de la pierna. El stilleto se convierte en su objeto adorado porque combina lo fálico y lo vaginal, se acomoda a todas las caricias y permite todas las manipulaciones. Es más, gran parte de la atracción que siente por el zapato de tacón de aguja es la incomodidad de la que los usa, el sufrimiento que causa. Por otro lado, no le gustan las botas de cuero, símbolo de la dominación de la
mujer con claras connotaciones masculinas, porque para él anulan toda seducción. Esta predilección responde a su admiración por las piernas, preferiblemente de tobillo fino y con las uñas de los pies pintadas de fucsia, de ahí la importancia del zapato cuya función es dar una presencia más estilizada a las piernas de la mujer, momento en el que el objeto y la imaginación se convierten en algo indispensable —e inseparable— en el juego erótico fetichista. Así, la curvatura del empeine del pie de una mujer reproduce la curva que forma el perfil de su seno, y el talón que entra y sale del zapato reproduce el coito. El fetichismo en general fija alguna parte del cuerpo humano o prenda relacionada con él como objeto de la excitación y el deseo. Hay autores que reservan el termino «parcialismo» para la atracción hacia partes del cuerpo, quedando el fetichismo aplicado únicamente a los fetiches objetuales o circunstancia concreta que reemplaza a las personas como objeto primario del deseo. Este no es el caso de Berlanga, al que el objeto en sí no dice nada sin la participación femenina.

Si en un primer contacto el hombre suele concentrar su atención en el pecho o las posaderas de la mujer, Berlanga la observa de abajo a arriba; comienza por los zapatos, sube por las piernas y termina en la cara porque el deseo berlanguiano comienza en las proporciones del pie y en la elegancia de su calzado. Desde luego es más fanático de las piernas que de los culos. Más allá del carácter estético de la puesta en escena, la imaginación y la fantasía son para Berlanga un afrodisíaco que no falla en su camino hacia el placer, donde ni siquiera la penetración es tan importante o incluso puede suponer una limitación en cuanto a que es un acto mecánico un tanto forzado. En El último austro-húngaro, Berlanga confiesa a Manuel Hidalgo su temor a la penetración vaginal en la que se produce una identificación con el «tirano», por lo que según algunas teorías modernas, los hombres más varoniles que no están dispuestos a dejarse atrapar, rechazan la vagina temiendo perder su individualidad como seres diferenciados. En su caso, admite cierto rechazo al pensar que con la penetración está expuesto a ser captado, a convertirse en mujer, a ser castrado. El hecho es que le gustan más los diversos juegos eróticos que la penetración. En cuanto a la masturbación, por supuesto, es para Berlanga el acto más libre del hombre porque lo hace solo, con independencia del tirano. Sin duda, la vida es de quien la sueña.

(…) La mujer ha conquistado todos los poderes menos el
mágico; dentro de lo mágico, para mí lo más importante es la
seducción. Porque ya sabrás que yo soy muy fetichista, y sadomasoquista:
lo que me gusta es el bondage, o sea atar a las chicas, sin
hacerles sangre, soy muy suave (…)
Luis García Berlanga
Entrevista para El Magazine nº 230. El Mundo

Cuando Berlanga conoce a la activista Dómina Zara —entonces reina del sadomasoquismo en España— encuentra a una mujer fuerte, buena, dulce, inteligente y creadora. Una mujer de familia con una finura espiritual formidable que ejerce su profesión de dominatrix sin tapujos. Dómina toma su profesión como una diversión, sin más importancia que la que tiene cualquier trabajo o práctica. Llevado por la curiosidad y acompañado por sus amigos, Luis acude a algunas de sus sesiones en el Fetish Café de Barcelona donde se encuentra con un espectáculo excepcional impregnado de imaginería. El mundo que rodea aquel rito mágico, aquella parafernalia, sus movimientos, la música, el cóctel ritual de luces, el juego, la carne, la ropa exótica, las sedas y los lazos, despiertan su interés. Una vez saciada su curiosidad, descubre que ese temor inculcado de serie que nos lleva a ver el BDSM como algo peligroso, nada tiene de turbio. La imagen que tenía de todo aquello se le cae por completo y comprende que se trata de un juego inofensivo donde cada participante marca sus límites.

En las prácticas sadomasoquistas existen ciertas reglas de juego con una terminología concreta que guarda cierto parecido con de las las sociedades secretas. En estas reuniones los participantes se dividen en dominantes (ama o amo) y dominados (esclava o esclavo), papeles previamente establecidos. Todos saben cuál es su rol y aunque es más complejo, ya que los papeles pueden alternarse, la idea es que tanto amos como esclavos disfruten por igual. En definitiva, es un juego pactado para cubrir fantasías y dar placer. No son prácticas simplonas ni inocentes, sino de amor, pasión e inteligencia, no más peligrosas que otras que parten de los mismos sentimientos. Lo que más atrae a Berlanga es el vestuario, los fetiches sadomasoquistas le resultaban muy estimulantes; también le divierte que imiten personajes conocidos, en especial si se trata de mujeres femeninas. Prefiere la reproducción de la clásica Marlene Dietrich (El ángel azul) a la de Charlotte Rampling (Portero de noche). En un artículo12 para el ABC Berlanga elogia las famosas piernas de Marlene, que sin llegar a ser las bielas de una diosa, su valor escénico fue tal que la actriz llegó a tenerlas aseguradas por una cantidad astronómica: (…) No eran, en apariencia, un ejemplo de anatomía sobrehumana, pero mostraban sustancialmente una extraña invitación al vértigo, a dar un mal paso o a inclinarse en actitud de humillación absoluta bajo el tacón de su zapato. Mientras cantaba el estribillo de «Otra vez me vuelvo a enamorar», cualquiera podía caer rendido con el corazón sin defensa, sabiendo en el fondo que ella jamás se iba a enamorar de uno, porque esas cosas se dejan para mujeres más terrenales e ingenuas. Como buen fetichista a Berlanga le gusta tener en la estantería los vídeos de las películas de sus ídolos y sueña con que algún día se consiga retocar técnicamente el sonido y la imagen para llegar a tener las piernas de la misma Angie Dickinson en casa, moviéndolas y recuperándolas tal y como eran cuando grabó el fotograma. Y aunque nunca llegó a llevarse bien con el DVD, que le parecía complicadísimo, poco le faltó para poder disfrutar del 3D y el holograma.

Por aquella época en la que Berlanga comienza a acercarse al sado, entabla amistad con Erick Kroll, fotógrafo de fetichismo sadomasoquismo considerado uno de los mejores artistas pop del mundo. El sadomasoquismo comenzaba a ser una tendencia cada día más popularizada, y aunque hoy en día ha dejado de ser un tema tabú, su práctica aún no llega a tratarse con normalidad. Para participar y llegar a disfrutar de este juego hay que tener una verdadera vocación masoquista, siempre supeditada al consentimiento de todas las partes, se entiende, con capacidad de decisión. Inmerso en estas nuevas experiencias, Berlanga llega a creer por un momento que la sociedad comienza a perder el pudor. Tiene la esperanza de que desaparezcan las lacras que corroen nuestras vidas, hasta que el sadomasoquismo se convierta en algo popular y cotidiano. Confía en que deje de ser un terreno reservado para una minoría de «perversos exquisitos». Es más, en su opinión, los mismos gobiernos deberían apoyar los juegos eróticos porque el control —en este caso— ayuda en la cruzada del sexo seguro. En realidad, para Berlanga el mundo está a dos pasos de ser maravilloso pero el hombre se pone trabas para ser feliz. Practicar el sexo con franqueza y entrega real sería un gran paso hacia esa convivencia sin hipocresía con la que todos soñamos. Lo importante es que estos enemigos titánicos que un día introdujimos en el sistema no estén plantados como líquenes en nuestra cabeza impidiéndonos gozar, porque hay menos maneras de hacer el amor de lo que se dice, pero más de lo que se cree.

Con el tiempo, la biblioteca erótica de Berlanga comienza a llenarse de libros dedicados al arte del bondage donde aprende que lo importante de la inmovilización, desde el punto de vista estético, es la simetría y la precisión de las cuerdas para que sean confortables. El arte de las ataduras le abre nuevos universos y aunque comprende que en el sadomasoquismo seducir no consiste solo en acomodarse a los gustos del verdugo, su imaginario no está dispuesto a transgredir las normas e invertir la situación. Dentro de este juego el director tiene claro su papel, él ha de ser el que ata. De esta manera, Berlanga encuentra en el bondage una solución para su timidez, ya que al inmovilizar a la mujer no se expone a tener una respuesta negativa. A lo que no está dispuesto es al cambio de roles donde el supuesto verdugo se convierte en rendida víctima. No quisiera perder el control aunque el dominado marque las pautas, porque atar a la mujer le permite dirigir el ritmo de los acontecimientos y de los estímulos. Le seduce la idea de esa sensación de impotencia que inquieta a la pareja, pero nunca se pondría en su piel ya que no podría relajarse de la angustia. El eje de la erotización sado-berlanguiana lo forma la suspensión del otro imaginario sobre el abismo del sufrimiento. Esclavitud y libertad se unen en el deseo donde se es esclavo de los inevitables y fatídicos hechos imparables, donde la imaginación es imprescindible para liberar y recomponer el mundo a «su» manera.

En el fondo a Berlanga le divierte eso de ser considerado el estandarte más respetado de la cultura erótica y escandalizar al personal por el simple hecho de reconocer que le gusta el tema. Y es que prácticas como el BDSM —la unión entre amor carnal y dolor— es un concepto tan antiguo como el hombre. Al fin y al cabo, el sadismo es recordar que la existencia es en su fondo asimilación devoradora, y el deseo y la satisfacción del hambre sexual, las fauces abiertas de la vida misma.

Las religiones —en coordinación con algunos gobiernos— han utilizado el miedo durante siglos para aplacar al pueblo, pero ya no tiene sentido que sigan vigentes ideas tan arcaicas, o tal vez sea una forma de masoquismo social eso de caparse la libertad. Desde luego para Berlanga en temas de flagelación, la Iglesia ha sido la más transgresora, pero los hombres seguimos tirando piedras contra nuestro propio tejado. Para la Iglesia es fundamento no aceptar la santidad de su transgresión, a pesar de las escandalosas paradojas que la rodean. Sin ir más lejos, la ceremonia de la obsesiva figura del crucificado no corresponde a la imagen de un sacrificio sangriento. Las primeras aproximaciones al bondage para Berlanga fueron las representaciones del martirio de las vírgenes que le enseñaban los jesuitas, o las pasiones sangrientas de san Sebastián. Lo dice medio en broma, pero es innegable la turbadora relación entre voluptuosidad y santidad. En el prólogo de Cuentos de Navidad Berlanga es el confesor: El cristianismo está repleto de mártires masoquistas, flageladores y flagelados, místicos sensuales, cilicios —hoy los reyes de los sex-shop— y conventos cuyos religiosos se arrodillan solo ante los ojos de las cerraduras. Bataille hace una analogía entre el acto de amor y el sacrificio, debido a que ambos revelan lo que llama la carne. Si el sacrificio sustituye la vida ordenada por la inmolación de la carne, la convulsión erótica libera unos órganos pletóricos cuyos juegos se realizan más allá de la voluntad de los amantes: La carne es en nosotros ese exceso que se opone a la ley de la decencia. La carne es el enemigo nato de aquellos a quienes atormenta la prohibición del cristianismo; pero si, como creo, existe una prohibición vaga y global que se opone bajo formas que dependen del tiempo y del lugar, la libertad sexual, entonces la carne es la expresión de retorno de esa libertad amenazante. Es decir, si la violencia del sacrificio de la Antigüedad equivale al estallido de la pasión, las prohibiciones son mucho más violentas y con el tiempo el hombre supera la no aceptada transgresión cristiana, porque la libertad siempre amenaza. En palabras de Berlanga: Lo más penoso es lo reglamentado por la sociedad o la Iglesia. No es extraño que al coito más rutinario se le llame la «posición del misionero». Es lo más triste del coito matrimonial. Hay que especular y magnificar los actos amorosos. Tal vez algunos ardamos en el infierno para acrecentar los privilegios de unos cuantos oscurantistas parapetados tras el pecado que ellos mismos inventaron.