Antonio-de-Pereda.-El-sueño-del-caballero,-1640

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Ensayo

Y los sueños… literatura son

Atalanta recupera 'Poder del sueño', una antología de relatos editada en 1962 en la que Roger Caillois elabora una teoría del onirismo literario y recopila lo mejor de la tradición oriental y occidental

13 octubre, 2020 09:14

Uno de los hitos fundacionales intelectuales del siglo XX fue la aparición del psicoanálisis, inaugurado con La interpretación de los sueños de Sigmund Freud, que con este ensayo abrió puertas insospechadas a la psique humana. Pero esta materia onírica y nebulosa ha sido objeto de estudio y fascinación en todas las culturas humanas desde los orígenes de nuestra especie. Y como todas las ramas del saber, la literatura, desde sus formas más primitivas, nunca ha sido ajena al influjo de los sueños, que aparecen en los más antiguos registros orales y escritos.

“Dos clases de problemas relativos a los sueños han llamado desde siempre la atención de los hombres. Éstos se han preguntado, por un lado, qué podían significar los sueños; por otro, qué relaciones guardaban con el mundo de la vigilia o, si se quiere, qué grado de realidad convenía atribuirles”, explica el sociólogo, escritor y editor Roger Caillois (Reims, 1913 - Le Kremlin-Bicêtre, 1978) al inicio del erudito y revelador ensayo que sirve de puerta a Poder de los sueños, una joya bibliográfica, originalmente publicada en 1962 e inédita hasta hoy en castellano, que la editorial Atalanta recupera en la edición original del pensador francés y con traducción de Mauro Armiño.

Ávido lector de Rimbaud, Lautréamont y Saint-John Perse y amigo y colaborador de Gaston Bachelard, Georges Bataille y Michel Leiris, Caillois, el gran sociólogo del imaginario humano, recorre en medio centenar de vibrantes páginas el esquivo rastro de los sueños en las culturas del pasado. Así, este prólogo, con enjundia suficiente para ser un ensayo independiente, nos traslada,  a través de ilustrativos ejemplos, de la corte de los faraones de la XII dinastía — II milenio a.C.— a tratados indios que completan el Atharvaveda —y que se datan por lo general en el siglo v a.C.—, o de los sueños neobabilónicos encontrados en las tablillas de la Biblioteca de Asurbanipal (669-626 a.C.) hasta los presagios, bíblicos de Nabucodonosor, David o el Faraón, que los profetas interpretan. Y es que, como apunta su autor, "desde la más alta antigüedad las imágenes de los sueños han parecido ocultar un sentido a la vez misterioso y accesible, que un intérprete competente debía ser capaz de elucidar".

"Desde la más alta antigüedad los sueños han parecido ocultar un sentido a la vez misterioso y accesible", escribe Caillois

Pero más allá de estos apuntes para apuntalar una muy sui generis “historia del sueño”, Caillois vuelve rápidamente a centrarse en su objetivo, la plasmación literaria de este mundo onírico, constatando pronto que "el sueño ha sido utilizado tardíamente como procedimiento literario. Son abundantes y antiguos los sueños consignados e interpretados, pero los sueños inventados, los relatos en los que uno descubre que se contaba un sueño, son relativamente recientes".

Hacia las potencias del sueño

Al contrario que en China, donde el autor advierte que desde hace milenios “juegan auténticamente con las potencias del sueño”, por lo que recopila narraciones de una decena de autores que abarcan desde el siglo V a.C. hasta el XVIII, los escritores occidentales, privados durante siglos de la tradición grecolatina, tardaron más en despegar las nebulosas imágenes de los durmientes del férreo lazo de la magia y la religión. Si bien un racionalista radical como Descartes ya se preguntó qué le ocurriría a un durmiente que tuviera sueños coherentes y continuos y que, transportado durante su sueño a unos lugares diversos o absurdos, se despertara cada vez en un decorado desconcertante, fue el Barroco pleno el que abrió esa puerta, con la magna La vida es sueño, donde Calderón de la Barca traza ese sendero de creer que somos el sueño de otro, una idea que se repite desde el principio de los tiempos hasta escritores como Pirandello o Philip K. Dick o Borges.

"Los escritores occidentales tardaron siglos en despegar las nebulosas imágenes de los durmientes del férreo lazo de la magia y la religión", explica el pensador

Pero el paso decisivo que transformó estas fantasmagorías metafísicas en pura literatura fue el Romanticismo, que como apunta Caillois, "tendió a transformar el sueño en un procedimiento literario en el que el lirismo encuentra un fácil desarrollo". A partir de la segunda mitad del siglo XIX, los estudios sobre los sueños se multiplican y bajo la doble influencia de la antigüedad clásica y de China, se comienza a estudiar el sueño de forma sistemática. "Se mide su poder, se sufren o se exaltan sus prestigios, se sospechan sus trampas. De forma muy general, el sueño sigue siendo un encantamiento que el despertar disipa y al que a veces se atribuye un embarazoso valor alegórico", apunta el autor, pero “ya no aparece en la literatura únicamente como apólogo edificante, artificio retórico o fantasía liberada por principio de las leyes de la lógica y la realidad. Se convierte en un elemento motor de la intriga, que complica o que resuelve. Metamorfosea la psicología del héroe, turba su razonamiento, modifica su conducta”.

Caspar David Friedrich: Detalle de 'El caminante sobre el mar de nubes', 1818. Kunsthalle de Hamburgo

Es en este literario siglo XIX, positivista y a la vez romántico, realista y a la vez fantástico, donde el sueño por fin encuentra el terreno abonado para dar rienda suelta a todas sus posibilidades narrativas, y de él bebe el grueso de los relatos recopilados por Caillois, relatos que "construyan, en los mejores casos con precisión de relojería, unos mecanismos delicados en los que el sueño, de una manera o de otra, proporciona el resorte decisivo".

Del terror al estupor

Así, conviven en la selección del editor relatos de impecable corte sobrenatural, pues hasta el tabú de la muerte se hace añicos mientras soñamos —como ocurre en la pluma de Mérimée, Poe, Théophile Gautier y Ambrose Bierce, con consecuencias terroríficas— con otros donde sueño y vigilia se confunden hasta extremos imposibles —como en ‘La puerta en el muro’ de H.G. Wells, ‘Un atónito estupor’ de Henry Kuttner y C. L. Moore, el célebre ‘Lord Mountdrago’ de Somerset Maugham o ‘La visita al museo’, donde Nabokov prefigura el ambiente de imaginación desbordada de Ada o el ardor—.

"Igual que el sueño, la literatura introduce al lector en un mundo ficticio, pero igualmente deseable", afirma Caillois

Un tránsito entre fantasía pura y realismo deformado que prefigura los grandes cambios entre los siglos XIX y XX, y que Caillois describe a la perfección al apuntar que, si bien "la connivencia del sueño y de lo fantástico es inevitable porque el sueño, que siempre es misterioso, puede volverse fácilmente terrorífico", estos terrores toman otros derroteros más complejos en un siglo tan abrumador como el pasado, el del nihilismo y el individualismo. “Nada más personal que un sueño, nada que encierre más a un ser en la soledad irremediable, nada más reacio a ser compartido. En la realidad, todo es experimentado en común. El sueño, por el contrario, es una aventura que el soñador ha vivido solo y del que únicamente él puede acordarse: mundo estanco, impermeable, que excluye la menor comprobación”.

Sobre esto llevado al límite versan los tres últimos relatos incluidos por Caillois, tres cuentos de los argentinos Luisa Mercedes Levinson, Borges y Cortázar protagonizados por personajes que viven los sueños de otros o sueñan las vidas de los personajes de los libros que han leído. Sin duda, un guiño oportuno a la gran tradición del género en la literatura latinoamericana, que el editor introdujo infatigablemente en Francia a través de la colección La Croix du Sud, primer contacto del país galo con las obras de Victoria Ocampo, Alejo Carpentier, Gabriela Mistral, Neruda o el propio Borges.

Concluye el autor este recorrido por el fructífero matrimonio entre onirismo y escritura estableciendo el siguiente paralelismo. "El sueño sigue siendo un terreno común al durmiente que lo ha soñado y al despierto que lo recuerda; la literatura lleva a cabo una meditación análoga entre el escritor que la ha compuesto y el lector al que su lectura introduce, por breves instantes, pero por una duración atemporal, en un mundo ficticio, falaz sin duda e inconsistente, pero que es preciso frecuentar si uno se alegra de que la literatura exista".